Me acuerdo

Lo he visto ahí al solecito y no he podido evitar volver a hojearlo. Es un libro precioso, como todos los de Georges Perec, que no se comporta como sería normal, haciéndote pensar en las vivencias de otros; igual que hace la música, este libro provoca que mires hacia adentro, que reflexiones sobre tu propia vida.

En “Me acuerdo”, Pérec enumera recuerdos de su pasado sin orden, sin intención, sin tratar de demostrar nada. Te dejo tres ejemplos elegidos al tuntún:

Me acuerdo de que mi tío tenía un 2CV con matrícula 7070 RL2

Me acuerdo de que un amigo de mi primo Henri se pasaba el día entero en bata cuando estaba preparando sus exámenes.

Me acuerdo de un aperitivo que se llamaba “le Bonal”.

Siempre que llevo media docena leídos, empiezo a hacer ese mismo ejercicio casi sin querer, a acordarme del estampado de los sillones de nuestra casa en Barcelona, de una tarde lluviosa en que mi madre se tomaba un café con las amigas mientras yo me aburría o de los cómics de Spiderman que había en una casa que alquilamos una Navidad. ¡Maldito Perec, me está manipulando la mente desde una tumba del cementerio de Père Lachaise de París!

Hace muchos años, a mis alumnos de diseño les hacía leer “Tentativa de agotamiento de un espacio parisino”, donde Perec hace algo parecido: describe, sin pretensión alguna, lo que ve pasar por delante suyo mientras está sentado en una terraza de París: un autobús, una señora con un perro, un vendedor ambulante, el mimo autobús de nuevo… Les pedía a los alumnos que hiciesen ese mismo registro, eligiendo ellos el lugar, como forma de entrenar la capacidad de observación, necesaria para entender la relación entre tarea y contexto de uso en diseño. En primavera repetiré Programa de Diseño de Interacción y creo que volveremos a hacer ese ejercicio.

Memoria y tecnología, qué poco se ayudan, ¿verdad? ¿De qué me vale tener 10 terabytes en el disco duro si no tengo herramientas para conservar mis propios recuerdos, o los de mis padres para que los puedan tener mis hijos?

Ayer te hablé de recuerdos con olor a queroseno y hoy vuelvo al tema porque este puñetero libro se me ha puesto por delante. ¿Quién lo habrá dejado fuera de la estantería? ¿Habrá sido mi yo inconsciente, tratando de provocar que aflore algo enterrado en mi memoria?

Hmmm...

Te propongo un juego, un pasatiempo, un entretenimiento: deja aquí un recuerdo que te venga a la cabeza sin pensar mucho, algo de una o dos líneas, sin reflexión; sólo la descripción, o ni siquiera eso, la enunciación de lo que recuerdas. Insisto, no más de dos lineas. Publicaré todas las que lleguen y seguro que sale algo entretenido, hasta un poquito voyeur. Te pediré una cosa más: cuando dejes tu “Me acuerdo…” fírmalo con tus iniciales y el lugar donde transcurrió el recuerdo, si es que lo ubicas. Debería quedar así:

Me acuerdo de los cómics de Spiderman que encontré en un piso que alquilamos una Navidad.
Barcelona, JCC

Cuando los hayamos compartido, sortearé una copia del libro de Perec entre las personas que participéis, que me apetece regalarlo.

Venga, dale los comentarios y déjanos a todos tu recuerdo.

Queroseno

Me deslumbra la luz al salir de la terminal, siento el viento en la cara y el silbido de los motores a lo lejos, ensanchándose a medida que me acerco a la rampa. Subo por la escalerilla mientras el olor afilado y metálico del queroseno lo impregna todo. Mis terminaciones sensoriales están saturadas; imposible hablar, pensar o sentir nada más que el momento presente. Cruzo el umbral y ¡flop! luz ténue, silencio —quizás música de ascensor—,  olor a cuero y tapicería limpia. 

Así era antes, ¿Te acuerdas?

Volar hace unos años era una experiencia memorable porque estaba cargada de sensaciones. Los fingers, esas estructuras móviles por las que nos inyectan a los aviones, eliminaron muchas de las sensaciones y casi destruyeron la emoción anticipatoria de volar.

La psicología lo explica muy bien: sólo recordamos lo que nos hace sentir. Las emociones sellan y almacenan la vivencia; el registro sensorial le pone la etiqueta. Por eso, cuando volvemos a percibir esos olores, esa luz o ese sabor, la mente se encarga de reconectar con la memoria: “relacionado con [queroseno], te puede interesar el viaje aquel a Malta en 1997”.

Ayer, sábado por la mañana, en la sala Morente, Máximo Gavete y un puñado de alumnos arrancaron un programa para que la filosofía ilumine (y pavimente) caminos buenos para crear. ¿Será diferente su recuerdo, dentro de unos años, del que almacenen quienes se forman por las tardes? La luz no es la misma, los sonidos no son los mismos y ese vino blanco cuando se acerca la hora de comer también es distinto. 

Este jueves será jornada de Sede Abierta para que puedas conocer, si no has estado, la sede y el proyecto del Instituto Tramontana. Por la tarde, Daniel Ruiz y Belén Temprado, profesionales de referencia, antiguos alumnos y profesores del Programa de Iniciación, nos contarán cómo es el día a día trabajando en diseño digital. Tanto si quieres empezar carrera en diseño como si estás pensando en formarte en aspectos más avanzados o de dirección (o si quieres cotillear) estás invitado

El jueves pasado volé a Mallorca para un asunto familiar. Desayuno en Madrid, comida frente al mar y cena de nuevo en casa. Eché de menos el viento en la cara a pie de pista y el olor a queroseno. La mascarilla se había aliado con el finger para matar el registro sensorial, las evocaciones y lo poco de emocionante que le queda a volar en avión.

Al día siguiente me tocaba visita al médico para revisión y puesta a punto. “¿Cuándo fue tu último análisis de sangre?” me preguntó. Lo recordaba vagamente y respondí dubitativo “Hmmm… ¿el año pasado? No, espera, ¿hace cinco?”. Mientras rebuscaba en mi memoria, tratando de hallar un recuerdo al que ese evento se pudiese anclar, el médico me sacó de la duda mientras señalaba la pantalla: “hace tres años, Javier, lo tengo aquí”.

Excusé mi mala memoria achacándola a la pérdida de la noción del tiempo que nos ha causado la pandemia. Pero me quedé pensando… Es posible que ese desbarajuste memorístico que tenemos se deba a los “tiempos extraños” de la pandemia, claro, pero ¿Habrá más motivos?

Llevamos dos años con mascarillas puestas, filtrando todo el aire que inhalamos; algunos incluso con el olfato alterado o reducido por el Covid. Dos años almacenando recuerdos de forma incompleta, con mucho menos registro olfativo, que es precisamente el más evocador de todos los sentidos, el más capaz de etiquetar, relacionar y reflotar recuerdos. ¿Habremos recordado menos —porque hemos olido menos— durante este tiempo? ¿Recordaremos menos lo que hemos vivido en estos dos años?

La idea de tener un tramo de vida sin apenas olores me aterra. Se me hace como una película en la que algunas escenas tuviesen el sonido mal o la imagen dañada. No he leído nada acerca de esto; quizás mis preguntas sean absurdas y el siguiente análisis de sangre revele mis delirios. Mientras tanto, he decidido creerme la hipótesis y pegar muy fuerte la nariz a cada momento relevante, como si fuera posible compensar este desaguisado.

Las bandas estaban abiertas

Hay momentos en los que las ondas de radio viajan mucho más lejos y de formas libres y caprichosas. Se sabe que influye la radiación solar, lo cargada que esté la ionosfera y hasta las condiciones meteorológicas, pero no deja de tener cierto misterio.

Hoy era uno de esos días y he podido hablar con Sergei (R3XE), que vive al norte de Moscú, emitiendo los dos con menos potencia que la que consume una bombilla.

En argot de radioaficionado, hoy las bandas estaban abiertas.

Predecimos las condiciones de propagación de forma parecida a como se predecía el tiempo hace cien años: de forma tosca, poco acertada y aceptando con naturalidad el misterio en lo que se nos escapa.

La serendipia llega al punto de que hay bandas (tramos del espectro) que cuando se “abren” pueden dejar entrar ciertas ondas en un lugar del globo y soltarlas en otro, sin que se las reciba por el camino, como si entrasen por un portal a otra dimensión y fueran expulsadas por otro de vuelta. Para que lo visualices: alguien emite un mensaje desde Morata de Tajuña y otra persona lo recibe en Wakanui, Nueva Zelanda. Siete minutos después, esa banda se cierra y la comunicación vuelve a ser imposible. Nadie sabe cuando volverá a abrirse o qué lugares comunicará la siguente vez.

Los radioaficionados son, por lo general, de mente técnica. No es mi caso. Siendo un ignorante de lo físico y lo eléctrico, prefiero disfrutar del misterio, de esa belleza fortuita que imagino como rompimientos de gloria en lo radioeléctrico. Me decanto por ver en ello la mano de Dios.

Dicen que los ciclos solares son de once años y que acaba de terminar uno muy malo, que el que empieza promete ser bueno y tendremos más momentos así. 

Quién sabe, quizás se abran también las bandas del diseño, que lleva demasiado tiempo pendiente de las mismas ideas y mirando a los mismos lugares. Y quizás, cuando ocurra, sepamos tejer más conexiones con otras ideas, momentos y lugares.

El Barroquismo

Yo lo llamo felicidad intelectual. Diría que pasa una vez cada dos o tres años. Y cuando ocurre sientes como si te hubieses pasado una pantalla, como si de golpe tuvieras una nueva habilidad que aplicar a casi todo. Hablo de la sensación de leer un libro que te revela algo, un punto de vista o un conocimiento que te cambia la manera de verlo todo, hacia adelante y hacia atrás.

La última vez que recuerdo esa sensación fue con Lo Barroco, de Eugeni d’Ors. Transcribí algunas notas y mi síntesis del libro aquí, en dos posts que titulé “Lo barroco según Eugeni d’Ors” y “Clasicismo versus barroco”. Además, empleé su modelo para enfocar algunas clases de estética en el Instituto Tramontana y debo decir que el enfoque tuvo muy buena acogida.

El barroquismo, de Antonio Igual Úbeda, una actitud completamente actual.

Hace un par de meses me hice con este otro librito de los años 40, de una colección de divulgación de Seix Barral, titulado El Barroquismo. Lo hice a ciegas y curioso por saber cómo el autor decídia plantearlo: si fijándose en el movimiento estético del XVII o de una forma más transversal. Y así fue. El autor (el insigne Antonio Igual Úbeda), proponía, en poquitas páginas, lo barroco como una actitud vital y narrativa, por oposición a “lo clásico”. Ya al final descubre lo que yo levaba todo el libro intuyendo y se declara d’orsiano convencido. 

Dejo por aquí mis subrayados —el libro está descatalogadísimo y no creo que queden por ahí muchas copias— con la intención de que revelen al menos un poquito de lo que me revelaron a mí:

El Renacimiento afirma con absoluta certeza su seguridad en la vida; el barroco vuelve a considerar la duda acerca del sentido de la vida, el temor a no llegar, la predestinación, pero también la lucha, la pugna, el sentido de inquietud, de insatisfacción, de protesta, que acaba provocando la Contrarreforma, la reacción contra las conclusiones a que había llegado el frío examen de la razón.

Por ello, el barroco es el arte de lo mudable y pasajero, de un acontecer que en su fluir continuo no acaba de cristalizar en fórmulas definitivas.

Tales circunstancias han sido aprovechadas para contraponer el mito de Dionisios al de Apolo; ambos vienen a significar un sentido barroco y clásico, respectivamente, por lo cual, lo apolíneo o clásico se opone, en cierta manera, a lo dionisíaco o barroco.

En la composición clásica predomina la forma cerrada, conclusa, concluida, como si cada obra de arte fuera un silogismo sin conexión con todo lo demás; por el contrario, el barroco presenta la forma abierta, alusión constante a la múltiple variedad de la vida, de la cual el Arte es una manifestación más.

Cuando un pintor clásico representa la escena del Calvario, sitúa en el centro la cruz, perfectamente vertical, y el grupo de mujeres abajo; un pintor barroco, Rubens, por ejemplo, pinta la cruz en sentido diagonal, en el instante de ser plantada sobre su base, y una serie de personajes que se mueven en todas direcciones.

Es porque en el barroco lo fundamental ya no es la forma aislada, sino el conjunto y todos, los elementos que constituyen el cuadro se hallan al servicio de la representación total.

Prescindiendo de otras manifestaciones discutibles del barroquismo en el arte de Egipto y de Mesopotamia, un estilo barroco claramente definido se presenta en la última época de la historia griega, con el nombre de período helenistico. Florecen entonces numerosos hombres de ciencias y de letras, que unen a su sabiduría un estilo recargado y pedante; el matemático Euclides definla Geometría, y Arquímedes descubre el peso específico de los cuerpos; el Arte es ampuloso, dinámico y brillante, como en el famoso grupo del Laocoonte que sirvió de modelo a muchos escultores barrocos, y en el friso del altar de Zeus, en Pérgamo, donde se desarrolla la más agitada lucha entre mitológicos gigantes.

La escultura barroca se contrapone al clasicismo por cuanto prescinde de la línea, que en la plástica tridimensional se llama contorno.

El estatismo clásico no admitía en las esculturas más que una silueta determinada y, por lo tanto, un solo punto de vista; por eso el clasicismo es el arte del relieve, y las esculturas parece como si no se decidiesen a quedarse totalmente rodeadas de espacio. En cambio el escultor barroco, en busca de infinito, proporciona innumerables puntos de vista al espectador, que desde cualquiera de ellos puede observar algún aspecto elocuente de la obra; de ahí su retorcimiento, la intención de serpentina, de espiral, de línea ondulada que adquieren la cabeza, el tronco y las extremidades, acompañado a veces por los rebeldes cabellos revueltos y por los agitados ropajes; ropajes que no suelen cubrir, sino descubrir las figuras, conservadoras del paganismo, del culto a un desnudo no siempre casto ahora.

La esencia del barroquismo se vincula a la vida peninsular, como nacidas la una para la otra.

La apetencia de infinito que trajo la época de los grandes descubrimientos sigue durante el seiscientos el impulso adquirido.

“Es belleza tener algo de feo”, decía Argensola; y Jeronimo de Cáncer extremaba el concepto, diciendo: “también en lo horrible hay hermosura”.

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Microhobby, PC Manía, PC Actual, Net Magazine… Si te suenan esos nombres, seguro que pasaste tardes cacharreando para instalar una unidad de CD Rom 4x que habías comprado en una tienda Jump. Y probablemente diste saltitos de alegría cuando tu Netscape se iba conectando a las direcciones web que aparecían reseñadas en las revistas. ¿Te acuerdas de los folletos de componentes? ¿Te pasabas el día calculando el coste de tu ordenador soñado?

Nuestros antepasados debieron de vivir algo parecido cuando la radiotelefonía sin hilos (la radio, vamos) empezaba a popularizarse: un hobby técnico, dispositivos caros, mercado de piezas y publicaciones con anuncios de tiendas especializadas.

Tengo desde hace años este librito por casa y ayer reparé en toda la publicidad que incluye al inicio y al final, en los listados de emisoras y en algunas sugerencias de configuraciones:


Ambas aficiones están separadas por más de setenta años y sin embargo, las dos nos abrieron un portal a mundos asombrosos y desconocidos, universos nuevos de los que ser parte y en cuya construcción participábamos.

Qué bella, intensa y poderosa sensación; no creo que mi generación vuelva a sentirla más.

Algo que custodiar

“He leído el libro que ustedes publicaron y quiero que custodie algo por mí.” 

Sonó al otro lado del auricular un día de 2004 y me dejó intrigadísimo. En la conversación se presentó, pero prefirió no contarme qué era eso tan preciado para él que quería que yo conservase.

Unos meses antes, en enero de 2003, yo firmaba un capítulo en el que fue el primer libro sobre experiencia de usuario en castellano. Se titulaba, precisamente, “La experiencia del usuario” y Anaya decidió publicarlo con la peor portada posible. El mote que recibió era previsible: el libro del pie.

Mi parte del libro comparaba los inicios de la radio, sus dispositivos, usuarios y contenidos, con los inicios de internet desde esos mismos ángulos. Se titulaba “Diales y ratones, la madurez de la experiencia de usuario”. Entre lo horrendo de la portada y que en la profesión éramos cuatro gatos, el libro no llegó muy lejos. ¿Cómo se explicaba que un señor mayor de Zaragoza hubiese leído mi capítulo y quisiera contactarme?

Ese señor era el padre de nuestra difunta y recordada Mari Carmen Marcos, una profesional y académica de la arquitectura de la información  muy activa y prolífica, con quien yo había colaborado dando clases en la UPF y guardaba muy buena relación profesional. De alguna manera, su padre se había hecho con la copia del libro de Mari Carmen y mi capítulo le llegó por varios motivos.

Tenía que ir a Zaragoza a conocerle y a recibir lo que fuese que iba a entregarme. No tardé.

Hacía sol y el padre de Mari Carmen estaba metiendo cosas en el maletero de su coche junto a su familia, preparando un viaje de fin de semana. Dejó los trastos a medio meter, algunos en el suelo, y me llevó a un apartado, como quien quiere contar una confidencia muy importante.

“Mi familia no entiende que guarde estas cosas, pero para mí son importantes. Cuando leí tu capítulo vi que tú lo entenderías y por eso es mejor que las tengas tú; tú sabrás conservarlas.”

Entramos a la casa y se me adelantó desapareciendo por el pasillo. Volvió con una caja de cartón en la que había dos walki-talkies y una radio de transistores. La radio era antigua, de los 60, con su plástico dorado y blanco. Los walkies algo más recientes, pero llenos de abolladuras y rasguños, muy gastados.

Y entonces empezó a contarme, con la solemnidad de quien se sabe partícipe de algo grande, la historia de esos aparatos.

“Yo he trabajado toda mi vida en la Telefónica, ya sabes, una vida entera dedicada a la empresa. He visto nacer los móviles, internet…. Pero lo más grande que yo he hecho allí fue instalar el tendido de la primera línea que cruzaba la península, de norte a sur, sin pasar por ninguna centralita humana. Un cable entero de Tarifa a Irún. Lo hicimos nosotros, subiendo a cada poste y tendiendo hilo, metro a metro. Esta es la pareja de Walkies que usábamos en mi cuadrilla. No valen nada en el mercado, pero yo sé para lo que sirvieron y para mí tienen mucho valor. Tenlos tú, que sabras apreciarlos”

Me temblaba el pulso sosteniendo la caja, se me había secado la boca y sólo sabía decir “gracias”. Me sentía un poco impostor, como si estuviese engañando a alguien para llevarme una reliquia que debería estar en un museo. Quise preguntarle algo acerca de aquella hazaña de la historia de las infraestructuras cuando empezó a contarme la segunda historia:

“Y este transistor… Tiene menos valor, o digamos que lo tiene, pero personal. Mira, hijo, yo hice la mili a bordo de un portahelicópteros y aquello fueron muchas guardias en alta mar, vigilando ya me dirás tú qué, porque quién iba a atacarnos ¿no?, pero ahí estaba yo noche tras noche. Este transistor me salvó la vida, me dio compañía y me hizo más llevadera la distancia ¿Cómo no vas a cogerle cariño a un aparato que te da tanto?”

De nuevo, me invadió la sensación de estar expoliando, de llevarme parte de la herencia de esa familia, un objeto valiosísimo, como si me estuviese llevando a casa un trozo del pasado de ese hombre. Miré alrededor, buscando aprobación de su mujer y de su hija. Estaban allí, en segundo plano, sonriendo, felices de que aquel hombre hubiese dado con la horma de su zapato, con alguien que entendía y valoraba esas historias de las que ellas estarían ya aburridas. Y continuó:

“Fíjate que la funda de piel del transistor es muy tosca. La hice con un trozo del cuero que se usaba para proteger los rotores de los helicópteros. Sólo tenía una navaja, pero como me sobraba tiempo pues me puse ahí, poco a poco, a hacerla. ¿No quedó mal, verdad?”

¿Mal? Aquello era sobrecogedor. La funda estaba perfecta pero es que el simple ejercicio de haberla hecho ya transmitía un cariño hacia el aparato que yo no había visto antes. Era inevitable imaginarselo pasando noches en cubierta, en alta mar, quizás en mitad del Atlántico, trabajando con su navaja mientras escuchaba algún programa nocturno.

Pasé el trayecto de vuelta a Madrid en silencio, evocando la vivencia de aquel hombre, tantas noches en el mar y días en el campo, yendo de poste en poste, cada cincuenta metros. Pensé mucho en el compromiso de cuidar esos aparatos y contar la historia que les daba sentido.

Nos habíamos juntado dos sentimentales que amaban la radio de maneras parecidas. Lo recuerdo como una especie de entrega de testigo y le estoy muy agradecido a Mari Carmen Marcos por haber propiciado algo así, fuese o no voluntario.

Mañana tanto los walki-talkies como la radio estarán expuestos en el Instituto Tramontana. No son grandes ejemplos de diseño ni hitos tecnológicos, pero testimonian algo bello: la relación de afecto que podemos tener con ciertos artefactos, la manera en que nos hacen sentir cuando los usamos y cuando, a través de su mera posesión, recordamos esa vivencia pasada.

Medición, lealtad y coherencia

Una de las cosas más difíciles de interiorizar para quien aprende diseño visual es el ajuste óptico. Un cuadro de texto, una foto o un logo no siempre encajan bien cuando los situamos según los cálculos; están bien centrados en la retícula, pero parece que pidan estar un poquito más hacia abajo o hacia la izquierda. Interiorizar los pesos visuales de las cosas, las relaciones entre objetos y sus contextos, entender que tienen cualidades que el ojo ve pero la mente no entiende y saber ajustar. Todo eso lleva tiempo. Son cientos de cálculos casi inconscientes, instintivos, que ocurren en segundos y que, a quienes diseñamos, nos cuesta verbalizar. 

El diseño de lo visual es un juego de relaciones múltiples. En su composición cada pieza se vincula a sus hermanas de una forma, a sus madres e hijas de otra y al todo de otro modo diferente. Importa el conjunto, dentro de este otro conjunto y saliendo del último, la armonía recursiva entre ellos. Y el ritmo. Y el equilibrio de pesos. Un camino a la belleza desde la cohesión y la coherencia.

No es diferente en el diseño acústico: sonificar un producto es crear un universo de estímulos donde cada uno tiene valor semántico y muchas cualidades diferentes. Esos sonidos nunca se presentan solos, conviven entre ellos (piensa en cualquier videojuego) y tan importante es el significado de cada uno como el conjunto, el paisaje sonoro que crean cuando suenan en convivencia.

Igual que en una novela, una película o cualquier obra de ficción, lo importante no es el realismo, sino la coherencia. Suspendemos la incredulidad no cuando estamos ante algo realista, sino cuando todo en la ficción que se nos ofrece concuerda, cuando la propuesta de realidad alternativa (visual, sonora, física o todas combinadas) es consistente y no adolece de contradicciones. El scroll en el móvil no es realmente movimiento, pero la inercia —que tampoco es verdadera inercia— le da coherencia y verosimilitud. Pasa igual con el disparo de una pistola láser: no tenemos ni idea de cómo debería sonar (pues no hemos visto una de verdad nunca), pero nos vale si el sonido que emite suena en coherencia con el resto del universo acústico que propone la película.

En la vida, igual que en el diseño, la coherencia es uno de esos valores que se entienden cuando se ha ganado madurez, experiencia o perspectiva. 

“A building has integrity, just as a man and just as seldom! It must be true to its own idea, have its own form, and serve its own purpose!” responde Howard Roark (Gary Cooper) a la exigencia de incluir referencias clásicas en su edificio.

Igual sucede con la lealtad. Ambas son formas de anteponer el conjunto a las partes, de subyugar las fuerzas individuales a un concepto superior. En la coherencia y la lealtad, la idea mayor no desmerece a las menores, las supera engranándolas. 

Dolor que hace bien, asimetría que aporta equilibrio o enfrentamiento que fortalece la unión. Puede parecer contra-intuitivo y sus resultados nunca son inmediatos, quizás por eso no son de adscripción habitual.

En su despedida de la dirección de diseño de Google, Douglas Bowman contaba cómo le habían hecho testar cuantitativamente hasta cuarenta y un (¡41!) tonos diferentes de azul para dar con el tono adecuado en cierta pantalla de un proceso. 

Ni los tests A/B ni los sprints ni las maneras de las metodologías ágiles son amigos de la coherencia. Se puede ir por la vida midiendo en cada intersección lo que nos conviene más, pero corremos el riesgo de acabar en el punto de partida, o completamente perdidos, sin intinerario ni destino.

Qué perversa la medición. Cada vez que hacemos que algo sea medible, lo volvemos comprable, vendible y negociable. Lo contaba Lewis Mumford cuando hablaba de la querencia de los calvinistas por el reloj de bolsillo: cuantificando el tiempo lo mercantilizaron; podían comprarlo y venderlo en forma de trabajo y de intereses. Calvino prohibió las joyas en Suiza pero indultó los relojes y despenalizó la usura. El tiempo, antes potestad de Dios, ahora pertenecía al hombre, que lo convirtió en capitalismo y letras de cambio.

La misma idea se la leí a Alberto Barreiro al respecto de la Amazonia: calcular superficies quemadas tras los incendios tiene una estrategia: convertir en material lo que antes tenía un valor simbólico. La cuantificación desacraliza el concepto. La selva deja de ser un ente integral, inviolable y superior y se vuelve un terreno parcelable. Si se puede medir, se puede comprar y vender. Idéntica lógica perversa, contaba Barreiro, la que aplica al cerebro humano: en el momento en que podamos medir, calcular e inventariar su inmensidad, lo habremos despojado de su mística y será posible comerciar con él: vender espacios publicitarios, comprar recuerdos o alquilar capacidad de procesamiento, por ejemplo.

La coherencia y la lealtad implican la negativa a cuantificar. La belleza del concepto y la ejecución —en una idea o en un compromiso— radica en su naturaleza dual: no es un poco ni mucho, no es casi, no es al 99%. Es o no es, como la verdad.

Algo parecido cuenta Enrique Gª Máiquez hablando del suelo de la catedral de Florencia

Como la perfección de sus dibujos sólo se percibe desde lo alto, el ejemplo ascético sigue en pie. Los dibujos del mármol del suelo se hicieron igualmente por amor a la obra bien hecha y porque se creía firmemente que eso agradaría a un Dios que tendría en exclusiva la panorámica cenital óptima para paladearlo.

El ejemplo de Máiquez y los que nos ofrece Tusquets en Dios lo ve son también formas de lealtad y coherencia que no admiten medias tintas; conectan al creador con su obra y a ambas con la espiritualidad. Dentro de ese triángulo no existe el tiempo.

Igual que la luz es onda y partícula, el diseño es simultáneamente manifestación de cultura y mercado. Sustraernos a la medición es difícil y plantea riesgos; someternos a ella asegura intrascendencia.

Presencia y lo fático

Cuando alguien se toma la molestia de comentar un post por aquí o de mandar una nota de vuelta cuando recibe la carta desde De Ulm a Cádiz, me da una alegría. Es mayor aún cuando en esa respuesta comparte algo que le interesa, le ronda la cabeza o le ha pasado.

Aquí va una que creo que merece compartirse. Me la manda Luis Miguel Barral, una de las personas que conozco con más sensatez y sensibilidad en todo lo relativo a la investigación en entornos de diseño, producto y demás. Su respuesta era mi artículo “Será sonoro”. Con su permiso, la transcribo aquí:

Querido Javier,

Mi primera experiencia profesional seria con “lo sonoro” la viví este año 2021. En unas decenas de hogares habitados por personas mayores Cruz Roja instaló unos dispositivos Alexa Echo 8, con pantalla. Además, un grupo de voluntarios participaron en la instalación, registro y capacitación de estas personas para la incorporación de esta tecnología a sus vidas cotidianas.

La experiencia se extendió entre cuatro y seis meses, dependiendo de las zonas geográficas.

En el experimento se incluyeron personas con y sin habilidad en la relación con la tecnología, con diferentes niveles de formación, personas que vivían solas y otras acompañadas, hombres y mujeres, más y menos ancianos, residentes en ciudades y pueblos … una distribución que garantizara mínimamente una pluralidad de situaciones.

A nosotros se nos encomendó la labor de entender si el disponer de esta tecnología tenía algún tipo de impacto, positivo o no, en la vida de estas personas. El principal hallazgo fue descubrir que esta tecnología acompaña por su mera presencia, incluso estando en silencio. La radio acompaña cuando está encendida, Alexa también cuando está en silencio.

Resumido en un condensado: "es una voz que me escucha”. 

Es un objeto, pero no es algo, es alguien.

Un dato muy revelador es que el segundo uso más registrado durante todo el experimento, después de la petición de música, es lo que Amazon codifica como “Phatic”, que son expresiones de cortesía en la interacción social: “hola”, “buenos días”, “buenas noches”, “qué tal estás”, etc … formas de hablar con un otro, con un alguien.

Entre el grupo de personas que supuestamente deberían ser más refractarias a la tecnología (generalmente mujeres sin formación, viudas, solas, de clase social muy humilde) pude comprobar que esta “voz que me escucha” les producía el asombro de entender, ahora sí, qué tiene eso de Internet “para mi”, excitando su deseo de experimentar, de afinar su voz navegante.

Así descubrí yo el potencial de dotar con una piel sonora a la tecnología.

Un abrazo y muchas gracias por tus aportes.

Luis Miguel

Por un lado, la idea de solucionar los problemas de soledad de nuestros mayores con inteligencia artificial me incomoda, pero por otro, puedo entenderlo. Por otra parte, acompañamiento por la mera sensación de presencia; qué revelador, ¿verdad? Y qué importante lo fático en la conversación.

Leer lo que comenta Luismi, siendo yo además convencido usuario de Alexa, me deja pensando si no habremos descuidado esos dos aspectos en el diseño de interacción de los últimos veinte años: sensación de acompañamiento y lo fático en el intercambio.

Le lanzo el guante a Iván Leal, que seguro que habrá pensado más sobre esto y quizás hasta lo haya aplicado en diseño verbal, que es uno de los huertos que cultiva.

sembrar y cosechar

Dice Antúnez que hoy tenemos tanta necesidad de creer en las marcas como la que tenía la antigua Grecia en sus mitos. Te dejan pensando estas frases, ¿eh?

Uno no puede evitar imaginarse la reunión de directivos de marketing proyectando una diapositiva que reza: “¿Qué dios griego es nuestra marca? un poco al estilo de las tiras de Dilbert o de Marketoonist ¿verdad?

Y sin embargo, siento que tiene razón. Pero ojo, no me refiero a posicionarse a favor de esto o de lo otro, ni al exhibicionismo moral y político de twitter, tan propenso a romperse la camisa cada dos por tres por cualquier diferencia de criterio. Posicionarse es gratis; si cobrasen un euro por ello, twitter no tendría ni una décima parte de los usuarios que tiene. En otras palabras, y citando al padre de Diego Mariño, si no te cuestan dinero, no son principios sino opiniones. Y tuiter es declarativo-performativo. Tenemos que inventarnos drama.

Yo no tengo panteón ni olimpo de divinidades en lo referente a marcas, pero sí tengo, por llevarlo un poco a lo romano, un rinconcito de dioses manes, de figuritas a las que admiro y a quienes otorgo confianza. Suelen ser empresas, o mejor dicho personas con empresas, que demuestran todos los días con gestos y actitudes, que callan y obran, como indicaba San Juan de la Cruz, o que cuando hablan es porque hay actos que comunicar.

Hoy Mendesaltaren, uno de los mejores estudios de diseño y producto digital de España, ha anunciado que becan a una persona en nuestro programa de Iniciación al Diseño de Interacción. En otras palabras: se van a gastar miles de euros en formar a alguien que empieza y le van a dar un puesto en la empresa.

Habrá quien piense que lo hacen porque necesitan talento. Pues claro. Pero te propongo verlo en otros términos: ¿Qué startup estadounidense, podrida de dinero, está pagando la formación de gente nuestra que empieza? ¿Y cuáles asumen el coste de enseñar, la paciencia de tener que guiar, el esfuerzo de orientar y apoyar?

Sembrar es más duro que cosechar, sí, pero también más sabio y desde luego más necesario. Quizás sean esas, en un estudio de diseño, en un taller mecánico o en una cafetería de barrio, las decisiones en las que queremos creer.