El Barroquismo
Yo lo llamo felicidad intelectual. Diría que pasa una vez cada dos o tres años. Y cuando ocurre sientes como si te hubieses pasado una pantalla, como si de golpe tuvieras una nueva habilidad que aplicar a casi todo. Hablo de la sensación de leer un libro que te revela algo, un punto de vista o un conocimiento que te cambia la manera de verlo todo, hacia adelante y hacia atrás.
La última vez que recuerdo esa sensación fue con Lo Barroco, de Eugeni d’Ors. Transcribí algunas notas y mi síntesis del libro aquí, en dos posts que titulé “Lo barroco según Eugeni d’Ors” y “Clasicismo versus barroco”. Además, empleé su modelo para enfocar algunas clases de estética en el Instituto Tramontana y debo decir que el enfoque tuvo muy buena acogida.
Hace un par de meses me hice con este otro librito de los años 40, de una colección de divulgación de Seix Barral, titulado El Barroquismo. Lo hice a ciegas y curioso por saber cómo el autor decídia plantearlo: si fijándose en el movimiento estético del XVII o de una forma más transversal. Y así fue. El autor (el insigne Antonio Igual Úbeda), proponía, en poquitas páginas, lo barroco como una actitud vital y narrativa, por oposición a “lo clásico”. Ya al final descubre lo que yo levaba todo el libro intuyendo y se declara d’orsiano convencido.
Dejo por aquí mis subrayados —el libro está descatalogadísimo y no creo que queden por ahí muchas copias— con la intención de que revelen al menos un poquito de lo que me revelaron a mí:
El Renacimiento afirma con absoluta certeza su seguridad en la vida; el barroco vuelve a considerar la duda acerca del sentido de la vida, el temor a no llegar, la predestinación, pero también la lucha, la pugna, el sentido de inquietud, de insatisfacción, de protesta, que acaba provocando la Contrarreforma, la reacción contra las conclusiones a que había llegado el frío examen de la razón.
Por ello, el barroco es el arte de lo mudable y pasajero, de un acontecer que en su fluir continuo no acaba de cristalizar en fórmulas definitivas.
Tales circunstancias han sido aprovechadas para contraponer el mito de Dionisios al de Apolo; ambos vienen a significar un sentido barroco y clásico, respectivamente, por lo cual, lo apolíneo o clásico se opone, en cierta manera, a lo dionisíaco o barroco.
En la composición clásica predomina la forma cerrada, conclusa, concluida, como si cada obra de arte fuera un silogismo sin conexión con todo lo demás; por el contrario, el barroco presenta la forma abierta, alusión constante a la múltiple variedad de la vida, de la cual el Arte es una manifestación más.
Cuando un pintor clásico representa la escena del Calvario, sitúa en el centro la cruz, perfectamente vertical, y el grupo de mujeres abajo; un pintor barroco, Rubens, por ejemplo, pinta la cruz en sentido diagonal, en el instante de ser plantada sobre su base, y una serie de personajes que se mueven en todas direcciones.
Es porque en el barroco lo fundamental ya no es la forma aislada, sino el conjunto y todos, los elementos que constituyen el cuadro se hallan al servicio de la representación total.
Prescindiendo de otras manifestaciones discutibles del barroquismo en el arte de Egipto y de Mesopotamia, un estilo barroco claramente definido se presenta en la última época de la historia griega, con el nombre de período helenistico. Florecen entonces numerosos hombres de ciencias y de letras, que unen a su sabiduría un estilo recargado y pedante; el matemático Euclides definla Geometría, y Arquímedes descubre el peso específico de los cuerpos; el Arte es ampuloso, dinámico y brillante, como en el famoso grupo del Laocoonte que sirvió de modelo a muchos escultores barrocos, y en el friso del altar de Zeus, en Pérgamo, donde se desarrolla la más agitada lucha entre mitológicos gigantes.
La escultura barroca se contrapone al clasicismo por cuanto prescinde de la línea, que en la plástica tridimensional se llama contorno.
El estatismo clásico no admitía en las esculturas más que una silueta determinada y, por lo tanto, un solo punto de vista; por eso el clasicismo es el arte del relieve, y las esculturas parece como si no se decidiesen a quedarse totalmente rodeadas de espacio. En cambio el escultor barroco, en busca de infinito, proporciona innumerables puntos de vista al espectador, que desde cualquiera de ellos puede observar algún aspecto elocuente de la obra; de ahí su retorcimiento, la intención de serpentina, de espiral, de línea ondulada que adquieren la cabeza, el tronco y las extremidades, acompañado a veces por los rebeldes cabellos revueltos y por los agitados ropajes; ropajes que no suelen cubrir, sino descubrir las figuras, conservadoras del paganismo, del culto a un desnudo no siempre casto ahora.
La esencia del barroquismo se vincula a la vida peninsular, como nacidas la una para la otra.
La apetencia de infinito que trajo la época de los grandes descubrimientos sigue durante el seiscientos el impulso adquirido.
“Es belleza tener algo de feo”, decía Argensola; y Jeronimo de Cáncer extremaba el concepto, diciendo: “también en lo horrible hay hermosura”.