El jueves pasado volé a Mallorca para un asunto familiar. Desayuno en Madrid, comida frente al mar y cena de nuevo en casa. Eché de menos el viento en la cara a pie de pista y el olor a queroseno. La mascarilla se había aliado con el finger para matar el registro sensorial, las evocaciones y lo poco de emocionante que le queda a volar en avión.
Al día siguiente me tocaba visita al médico para revisión y puesta a punto. “¿Cuándo fue tu último análisis de sangre?” me preguntó. Lo recordaba vagamente y respondí dubitativo “Hmmm… ¿el año pasado? No, espera, ¿hace cinco?”. Mientras rebuscaba en mi memoria, tratando de hallar un recuerdo al que ese evento se pudiese anclar, el médico me sacó de la duda mientras señalaba la pantalla: “hace tres años, Javier, lo tengo aquí”.
Excusé mi mala memoria achacándola a la pérdida de la noción del tiempo que nos ha causado la pandemia. Pero me quedé pensando… Es posible que ese desbarajuste memorístico que tenemos se deba a los “tiempos extraños” de la pandemia, claro, pero ¿Habrá más motivos?
Llevamos dos años con mascarillas puestas, filtrando todo el aire que inhalamos; algunos incluso con el olfato alterado o reducido por el Covid. Dos años almacenando recuerdos de forma incompleta, con mucho menos registro olfativo, que es precisamente el más evocador de todos los sentidos, el más capaz de etiquetar, relacionar y reflotar recuerdos. ¿Habremos recordado menos —porque hemos olido menos— durante este tiempo? ¿Recordaremos menos lo que hemos vivido en estos dos años?
La idea de tener un tramo de vida sin apenas olores me aterra. Se me hace como una película en la que algunas escenas tuviesen el sonido mal o la imagen dañada. No he leído nada acerca de esto; quizás mis preguntas sean absurdas y el siguiente análisis de sangre revele mis delirios. Mientras tanto, he decidido creerme la hipótesis y pegar muy fuerte la nariz a cada momento relevante, como si fuera posible compensar este desaguisado.