Ivrea 1982

La tarde en Ivrea era un horno, y el aire espeso se colaba en la planta de ensamblaje de Olivetti, donde el repiqueteo de las máquinas de escribir marcaba el ritmo del día. En la oficina acristalada del primer piso, Ettore Sottsass y Dieter Rams se encontraban cara a cara, sentados al principio con la rigidez de dos generales en una tregua incómoda. Mario Bellini observaba desde un rincón, con la camisa arrugada y una botella de grappa medio vacía que había dejado sobre la mesa.

“Bueno, Dieter,” comenzó Sottsass, encendiendo un cigarrillo y dejando que el humo se arremolinara entre ellos. “Espero que este encuentro sirva de algo más que para que nos tires tu sermón calvinista sobre la función de los cojones.”

Rams se inclinó hacia adelante, con las manos perfectamente entrelazadas y una sonrisa tensa. “He venido para ver si en este antro de colores y excentricidad de mierda se puede hablar de diseño de verdad, Ettore. Pero empiezo a pensar que esta oficina es más un altar hippie, lleno de idolatrías absurdas y humo, que un lugar de trabajo serio.”

Bellini soltó una carcajada corta, dejando escapar un trago de grappa por la comisura de los labios. “¡Tranquilo, alemán de mierda! Aquí no estamos en tu triste oficina de Braun, donde la diversión está prohibida y todo huele a sopor y café malo.”

Sottsass lo secundó con una risa ronca, golpeando la mesa y haciendo que la botella de grappa temblara peligrosamente. “¡Eso! Vuestra puta ética del trabajo es tan seca como un sermón protestante. Al menos nosotros disfrutamos de la vida y no vivimos con cara de funeral.”

Rams apretó los dientes, su sonrisa ahora una mueca. “¿Disfrutar de la vida? Claro, entre un plato de putos espaguetis y vuestros crucifijos, sois expertos en hacer de todo un espectáculo sin sentido. Tus diseños, Ettore, son como esos fideos de mierda vuestros: mucho ruido, poca sustancia y siempre con la misma salsa de color chillón, el mismo de tu máquina de escribir de juguete.”

El ambiente se cargó de una tensión palpable. Sottsass se levantó de golpe, el cigarrillo cayendo de su mano y dejando un rastro de ceniza en los papeles esparcidos. “¿Poca sustancia? ¡Prefiero mil veces mis ‘juguetes de colores’, como los llamas, que tus putas radios grises que parecen ataúdes!

“Además, se dice que tienes a ese pobre diablo de Lluelles en España, encerrado en un despacho, dibujando tus putos exprimidores y batidoras como un prisionero. Y para qué, ¿eh? Para que sigas sacando la misma calculadora de mierda con distinta forma y le digas al mundo que es ‘menos, pero mejor’ ¡Eres un puritano de mierda, Rams! No sabes lo que es el alma de un diseño porque te la olvidaste en algún sermón calvinista.”

Rams también se levantó, empujando la silla hacia atrás. “¿Alma? ¿Tus piezas de circo tienen alma? ¡Tus diseños son una jodida broma para millonarios aburridos que no saben qué hacer con su dinero! Y si crees que tu pasta y tus gritos de tendero van a impresionarme, estás más drogado de lo que pensaba.”

Bellini, viendo la tensión, intentó calmar las cosas con una sonrisa burlona. “Vamos, Dieter, no te enfades tanto. Un poco de color no ha matado a nadie, a menos que hablemos de tus putos productos, que son tan mortíferos como un desfile de la Wehrmacht.” La carcajada de Bellini se escuchó en toda la planta.

La botella de grappa, que había quedado al borde de la mesa, se precipitó al suelo, derramándose y empapando unos papeles que había esparcidos. Sottsass la pateó en un arrebato, salpicando las piernas de Rams, quien dejó escapar un gruñido y se acercó más, encarándose con él.

“¡Toca esa botella otra vez, Ettore, y te meto tus putas máquinas de escribir por donde no te da el sol!” escupió Rams, con la furia transformando sus ojos en dos cuchillas.

“¡Hazlo, si tienes huevos, alemanito!” respondió Sottsass, con los puños cerrados y la cara enrojecida. Bellini, entre risas y una tos cargada de humo, lanzó un “¡Vamos, a ver si el calvinista tiene cojones de verdad!”

La gente de la planta de ensamblaje había dejado de trabajar y miraba hacia arriba, hipnotizada por el espectáculo. Los gritos se apagaron por un segundo, solo para que Rams, en un arrebato de furia, encendiera su mechero y lo pasara por encima de los papeles empapados en grappa. Una chispa bailó, y las llamas empezaron a lamer los bordes con rapidez.

“¡A tomar por culo esta mierda!” gritó Rams, tirando el mechero al suelo y apartándose mientras el fuego crepitaba. Sottsass y Bellini retrocedieron con los ojos abiertos, mientras el humo comenzaba a llenar la oficina.

Los trabajadores miraban desde abajo, algunos riendo nerviosos, alguno grabando con su tomavistas. La imagen de Dieter Rams alejándose por el pasillo, con el eco de sus pasos resonando, quedaría grabada en sus mentes como el día en que la oficina de diseño de Olivetti se convirtió en el campo de batalla más salvaje de la batalla entre la modernidad y la posmodernidad.

Fin.

Espero que te haya gustado este relato, un poco disparatado y otro poco hiperbólico, que retrata un momento de la historia del diseño. Vendrán más. Si quieres recibirlos en tu email, te animo a que te suscribas a mi newsletter De Ulm a Cádiz.

Prólogo a UX Latam

Me pidieron prologar un libro muy especial: cuenta las experiencias y conocimientos de quienes, en América Latina, han hecho avanzar la experiencia de usuario y el diseño digital. Dejo aquí el enlace a la obra y mis palabras, escritas desde la admiración por el trabajo realizado y la ilusión por lo que nos queda juntos.

El libro es de descarga gratuita.

Este libro no tendría sentido si tratase de técnicas de extrusión metálica, optometría o dinámica de fluidos. ¿Qué habría de interesante en hacer un compendio latinoamericano de algo así?

Lo que da sentido a este libro, lo que le da oportunidad, es que habla de la ligazón entre personas y dispositivos, entre lugares y contextos, entre lo humano y lo tecnológico. Y eso sí demanda una mirada específica; eso sí se comprende culturalmente. Por eso, este libro de mirada latinoamericana no es solo oportuno, sino necesario.

Necesitamos la tecnología porque necesitamos a otras personas. Desde pantallas, teclados y micrófonos, intercambiamos cosas que ofrecen otros seres humanos. Comida, música, muebles, conocimiento, historias, conversación o amor... Todo ello es mercado y es cultura. Todo son personas haciendo lo que hacen las personas. Las personas de siempre, actuando como hemos actuado siempre, a través de las herramientas de cada momento.

Las herramientas pasan, las personas duran y las culturas permanecen. Son la constante de esta ecuación. La experiencia de usuario, que es de lo que habla este libro, es lo que ocurre, lo que experimentamos, al usar esas herramientas nuevas para posibilitar esos intercambios. Si esas personas existen, se relacionan y se aportan en un marco cultural específico... ¿Tiene sentido que hablemos de una experiencia de usuario específica? ¿Existe una UX estadounidense, europea, asiática o latinoamericana? ¿Es la experiencia de usuario un fenómeno cultural?

Hace dos décadas empezaba esta profesión nuestra. Recuerdo, en esos inicios, a muchas de las personas que ahora firman ese libro, procedentes de toda Hispanoamérica, en foros, en encuentros... Era un nacimiento y, como tal, lo importante era que aseguráramos el crecimiento sano de nuestra profesión.

Hoy, en la juventud hermosa de la experiencia de usuario, reforzados por muchas y muchos profesionales nuevos, toca desarrollar la personalidad y forjar el carácter, igual como lo haría una persona cuando sale de su adolescencia. Nos corresponde empezar a tomar nuestras propias decisiones como comunidad de diseño.

Escribo este prólogo en los días que rodean el 12 de octubre, pensando en si ese fenómeno, la Hispanidad, que nos une en torno a un habla, pero también valores, saberes y una sensibilidad única, tiene una traducción a cómo nos relacionamos con la tecnología. Me pregunto si existe esa relación o, mejor aún, si queremos que exista

¿Queremos un diseño, una experiencia de usuario, propio, a nuestra manera, adaptado a nuestra singularidad, a lo que nos hace ser como somos?

Este libro —me siento seguro diciéndolo— es una buena primera aproximación. Espero que te provoque, como a mí, esa pregunta constante: ¿Cómo son las relaciones entre personas y tecnología en Latinoamérica? ¿Y cómo deberían ser? En tus manos tienes ese primer análisis, ese inventario completo y necesario.

Nuestros mercados, nuestras relaciones, nuestra cultura necesitan de tecnología adaptada a ellas, y no al revés. He aquí las experiencias y conocimientos de quienes lo están haciendo posible.

Sensorium Dei

Newton entendía el espacio como un continuo inconmensurable que sólo Dios podía percibir en su totalidad. Por eso lo llamó Sensorium Dei: el espacio sensitivo de Dios.

Para poder existir en ese lugar ilimitado, la humanidad tuvo que acotar esa extensión en parcelas de espacio y tiempo que tuviesen sentido, a escala de nosotros mismos. Troceamos el espacio en lugares con diferentes medidas y significados: mi planeta, mi país, mi ciudad, mi casa, mi habitación… Y, de igual forma, parcelamos el tiempo en unidades que se adaptan a nuestros propósitos y circunstancias: los años, cursos, unas jornadas, el rato que dura un café, el instante del ascensor… Nuestra realidad es, por tanto, una sucesión de eventos en el continuo espacio tiempo. Algunos son sólo nuestros, individuales, irrepetibles. Otros, decidimos compartirlos.

Hace un par de horas se ha ido del Instituto Tramontana Joan Tubau, un tipo de presencia, discurso y diálogo elegante. Hemos hablado mucho del tiempo, como moneda, como herramienta de trabajo y como artefacto para interpretar el mundo ¿Te acuerdas de Arrival, la peli de Villeneuve donde los extraterrestres nos regalan otra manera de procesar el tiempo?

Hace una semana y algo, estuve en Telmodice hablando con gente de diseño sobre lo digital. Les expuse una idea que me ronda mucho últimamente: todas las formas de diseño se definen por la naturaleza material de lo que crean (ropa el de moda, objetos el industrial, libros el editorial, pósters y visuales el gráfico…) menos el diseño de interacción, el digital, el nuestro, que no se puede definir por lo que crea porque lo crea todo: espacios, objetos, servicios, mensajes…. La diferencia del diseño digital, lo que lo hace distinto, es que sus creaciones no ocurren en el plano de lo material, sino en el de lo temporal. El diseño digital crea cosas que ocurren en el tiempo, que cambian, mutan, dialogan… Cosas que nos acompañan.

Bernardo de Chartres dijo, antes que nadie, eso de que caminamos a hombros de gigantes, refiriéndose a que los escolásticos se apoyaron en la filosofía y la ciencia (griegas y romanas, sobretodo) para avanzar en el conocimiento, para ver más que sus predecesores.

La idea, que luego le copia Newton y que Umberto Eco pone en boca de Guillermo de Baskerville, tiene connotaciones muy interesantes: para el campesino medieval que no conoce más que su día y su noche, sus veranos y sus inviernos, no existe la idea de futuro, pues la vida es cíclica y se copia, se repite a si misma. Sólo existe el nacimiento, la juventud y la vejez, en forma de segmento de ese anillo infinito. Pero cuando alguien decide aprender y descubrir, ensancha su espacio intelectual y con él la ventana de lo posible. El mañana pasa a poder ser diferente y por tanto mejorable. Y así creo yo que nace la idea de progreso, de que el tiempo no es un anillo sino una linea. Y no trabajamos para que hoy sea bueno, sino para que mañana sea mejor. Ojo, cuidado con la trampa.

La idea de tiempo, ese invento que da a luz la modernidad (o al revés), me ronda mucho, ya lo decía antes. De ella brota una estética, un imaginario y una industria. También una tecnología, ojo: el reloj crea unidades precisas de tiempo que se pueden cuantificar, vender —qué es sino la letra de cambio—, que se puede invertir, ahorrar… y robar, como agudamente señalaba Joan Tubau hace un ratito. Tanto me gusta la idea que le dedicamos un capítulo en el módulo 4 de Design Graduate, el más reflexivo, contextualizando en ella el diseño de lo digital, que como digo, es el diseño de artefactos que ocurren... En el tiempo. Ay, ¿será que el diseño de lo digital es entonces la forma de diseño más capitalista de todas?

Harina de otro costal es la idea de posteridad, que sí existe desde mucho más atrás y que conlleva poder dejar algo en el camino y que lo encuentren quienes pasen más tarde (poster, después). En esa forma de entender el tiempo, que Nolan retuerce con obsesión plateresca en sus películas, las cosas son diferentes: el tiempo no pasa por nosotros, sino nosotros por él. En Tenet (esa obra maestra) la tecnología no reinterpreta el flujo del tiempo, sino que lo revierte: un positrón es un electrón viajando hacia atrás en el tiempo. ¡Boom!

Los personajes de Tenet se matan por esa tecnología , los extraterrestres de Arrival son más altruistas y directamente nos la regalan: y eso que es su bien más preciado, su manera diferente de entender el continuo espaciotemporal, su propio sensorium alienum. Ese entendimiento de devenir les hacía una civilización superior, igual que nosotros nos sentimos superiores a los campesinos de la alta edad media que no tenían relojes y vivían según los ciclos del sol y del campo. Eso, sentirse superior moral, espiritual y culturalmente a los que estuvieron antes, simplemente porque tenemos acceso a más información o más tecnología, a mí me parece paternalista y hasta supremacista, tanto que me llego a enfadar cuando lo veo en nuestro entorno, tan dado a juzgar lo pasado con altivez. Luego me doy cuenta de que el rato dedicado a esa gente ha sido tiempo perdido, un gasto y no una inversión, un pasivo y no un activo que podría dar más y mejor tiempo después, como el ratito con Tubau de hoy.

Coma

Dicen que hay que hay que saber elegir las batallas. En marzo de 1993 un diseñador japonés decidió luchar una histórica, quizás la más noble. Combatió para salvar algo pequeño, imperceptible —para algunos quizás insignificante— que contenía, en toda su pequeñez, el propósito de una vida: el bien, la verdad, la integridad y la belleza.

Toru Shiono trabajaba en Japan Radio Company, una de las empresas más importantes del mundo de equipos de radio; para algunos la mejor.  Ese día se respiraba optimismo en la planta de Mitaka: los datos de la economía nipona eran buenos y los cerezos estaban a punto de llenarlo todo de blanco y rosa. A media mañana, Shiono-san, ingeniero diseñador de la compañía, iba a presentar los bocetos preliminares para el último modelo de emisora de HF de la empresa, el más avanzado: el transceptor JRC JST-245 y su receptor hermano, el NRD-545.

Hoy, casi treinta años después, tengo ese mismo modelo sobre mi mesa del refugio. Lo enchufo, lo alineo bien a la mesa —la ocasión me exige una liturgia bizantina— y pulso su interruptor. Un sonido rico y docenas de luces de colores me hipnotizan, como en un paseo por la noche de Shibuya.

Segundos después me doy cuenta. Ahí está, ya no puedo dejar de mirarla. En ese display, discreta, la mayor batalla de diseño de la historia, por el territorio más pequeño.

Fíjate bien ¿La has visto ya?

La coma. Esa coma entre el uno y el tres. No es un punto, no. Es una coma porque, en su sistema de notación, ese cambio de miles a cientos se marca con coma y no con punto. Poner un punto en ese dial era más sencillo, era más barato, era, es, lo que todos hacen. Nadie diría nada si esa coma hubiese sido un punto. Qué más daba.

Pero no daba igual. Para Toru Shiono esa coma era lo que menos igual daba. Ese detalle pequeño, imperceptible,  insignificante para algunos, era el símbolo de una vida y unos valores en coherencia. 

La coma era lo correcto.

Aunque encareciese la producción de la radio, aunque elevase su coste, aunque nadie lo notase ni fuesen a felicitarle por ella, aunque media compañía se enfrentase a su propuesta… Esa coma debía permanecer. Por coherencia y por integridad, por verdad.  Renunciar a la coma habría sido fallarse, abandonarse.

Probablemente le dedicó una noche entera, en su mesa de trabajo. Una luz encendida en la oscuridad del edificio de oficinas del distrito de Mitaka. Su ángulos, sus rectas, la batalla que anticipaba. Probablemente preparó sus argumentos como quien ensaya un combate, a sabiendas de que sería cuestionado frente a la cúpula de la empresa. Con respeto pero con decisión, tendría que argumentar. Y tendría sólo una oportunidad. 

En esa coma residía el honor sentido y la belleza anhelada. En esa coma estaba la esencia de su profesión, el respeto a sus ancestros y la serenidad ante lo divino. A nada de eso podía fallar.

Me deleito mirándola y pienso en todas las batallas que luchamos, las que ganamos y las que perdemos, las heridas y las derrotas por una coma. Tiempo y dinero, clientes y proyectos.

¿Ha merecido la pena?

Otras veces las hemos evitado conscientemente. Como Ulises, hemos preferido tapar los oidos de nuestra gente con cera y atarnos al mástil para no acudir, para no estrellarnos por ellas ¡No son comas, son sirenas! ¡Que muera Parténope y se salven mi nave y mi tripulación!

El JST-245 y el NRD-545 fueron los últimos equipos de HF que fabricó la compañía. Pocos años después, el presidente de Japan Radio Company dio la orden de cerrar esa división y su personal fue recolocado.

En esa coma reside el mayor dilema de nuestra profesión, haciéndonos vacilar entre la función y la emoción, entre lo íntegro y lo óptimo, entre el mercado y la cultura, entre lo bello y lo sensato.

Ahí está, anaranjada y hermosa y discreta, siempre presente.

Fundido a gris

Estamos diseñando un mundo cada vez más en blanco y negro. En escala de grises, mejor dicho. Esa es la conclusión —te la enuncio con cierto sensacionalismo— de un estudio conducido por el Science Museum Group, sobre el color de 7000 objetos de uso cotidiano de 21 categorías diferentes, creados en el último siglo.

De la madera con adornos de latón de 1900 a los plásticos de los 90 y de los inyectados multicolor de los 60-70 a los aluminios —casi siempre impostados— de hace diez años. De la calidez al frío, de las superficies vivas a las geometrías muertas. Del producto que es per se, al que sólo contiene. Del mensaje al silencio.

Todos los coches son óvalos blancos, todas las tecnologías son rectángulos negros y todos los objetos son ya gris oscuro.

Cuando Bell lanzó el modelo 500 diseñado por Dreyfuss, el negro era el color del producto genérico, y de ahí se pasó a una plétora de color donde cada persona y cada ambiente encontraban su tono. La fórmula la repitió el Regency TR1, el primer transistor de bolsillo, y la copió, cincuenta años después, Apple con su iPod nano. 

Henry Ford decía que usted podía tener su Ford T en cualquier color mientras fuese negro. Y la historia rima, pues el Tesla más común se puede comprar en cualquier color, pero todos sabemos que mejor blanco.

Wall-e vivaz y colorido fue sustituido por Eva, blanca, negra y eléctrica, mientras los Swatch coloridos dejaban paso a los Watch negros.

Etore Sottsas le hizo una mamola a IBM cuando parió una máquina de escribir —la Olivetti Valentine—  de rojo intenso. Ríete tú del Ornamento y Delito de Loos. Ese manifiesto cambió la historia de la tecnología. Se la robó a las empresas y las oficinas para llevárselas a las personas, a las casas y a los parques. Apple volvió a hacerle lo mismo a IBM, con el iMac, cuarenta años después.

La historia del color en el diseño es la historia de cada generación, con un sentir, una vitalidad y unas ganas de ser y estar muy cambiantes. En nuestros objetos está nuestra pequeñez insegura o nuestra alegría infinita. Frente a unos nos postramos, cual monolito de Kubrik, y en otros proyectamos nuestra alma, llena de color y vida.

Mira en tus bolsillos, en tu muñeca, tu bolso o tu mesa... ¿Qué ves?

¿Nueva Bauhaus?

Nadie de nuestro tiempo sería capaz de imaginar lo demencial, lo absurdamente intenso, lo conmocionante que debió ser el siglo XVI para quienes lo vivieron. Nuestro concepto del mundo estaba desbordado, nuestros conocimientos científicos avanzaban mucho más rápido que nuestro entendimiento y, en mitad de ese aturdimiento, Europa se nos partía en dos a causa de la reforma luterana. Por si todo eso fuera poco, el imperio Otomano avanzaba voraz desde el este: se había desayunado Budapest y estaba a punto de almorzarse Viena mientras salivaba por el plato final: Roma y con ella occidente entero hasta chupetear las raíces.

Al lado de esos tiempos, nuestras crisis son un cuento infantil.

De aquel atolladero, de esa magnífica adversidad, la Europa mediterránea, nieta de Grecia y de Roma, hija del judío Jafudá Cresques y del cristiano Francisco de Asis, salió con un grito. Un alarido de esos que brotan de lo más hondo de la víscera, de esos que duelen porque arden: el Barroco.

Y todo cobró sentido de nuevo. Un sentido imparable.

El Barroco no fue decoración recargada; sería muy ignorante hacer esa lectura simplista. El Barroco era una actitud. Era poner la fuerza del corazón, el sentir, el alma al servicio de una búsqueda infinita de la belleza. En lo estético, sí, pero también en lo ético. El barroco era sensorial y emocional, era formal pero también esencial, siempre de lo pequeño a lo mayor.

El barroco era buscar encarecida y enconadamente lo que d’Ors definió como «la esencia eterna del momento».

Esa búsqueda estuvo en las sombras de Caravaggio, en la sensualidad de Bernini, en la noche oscura del alma Juan de la Cruz. Pero también en el propósito de Ignacio de Loyola, en la justicia de Bartolomé de las Casas, en la mirada de Kepler o entre los fogones de Teresa de Ávila.

Esa búsqueda era preguntarse…

 ¿Qué daría sentido a tu vida?

¿Y qué daría sentido a tu muerte?


Este año, la Comisión Europea ha propuesto la creación de la Nueva Bauhaus Europea, como una de las grandes iniciativas para sacarnos de la crisis actual y que Europa reformule un discurso propio. Su ideario es triple: sostenibilidad, estética y diversidad. Los medios para lograrlo: subvenciones y apoyo público a proyectos que, desde el diseño, cumplan con el ideario y lo demuestren públicamente.

 La Bauhaus fue algo necesario, útil y maravilloso. Ocurrió, sin embargo, en una Europa que no era la nuestra. Jamás habría agarrado aquí.

En esa década, la que va de 1909 a 1919 Adolf Loos —emulando a Lutero— proclamaba la muerte de la belleza en un manifiesto dilapidante, Le Corbusier denunciaba «lo decorativo» y Walter Gropius escribía el manifiesto fundacional de la Staatliches Bauhaus, donde el arte se fusionaría con la industria para democratizar una nueva estética más limpia y pura.

Al mismo tiempo, en Mallorca, Miquel Costa i Llobera escribía los versos más mediterráneos y más necesarios que conozco:

 Mon cor estima un arbre! Més vell que l’olivera

més poderós que el roure, més verd que el taronger,

conserva de ses fulles l’eterna primavera

i lluita amb les ventades que atupen la ribera,

que cruixen lo terrer.*

Ahí está, no busquemos más. La esencia entera del Barroco y de nuestra mediterraneidad en cuatro versos: una pelea interminable por lo bello, por lo bueno, por lo eterno. La dimensión insondable de la que hablaba Battiato.

¿Cómo podemos aceptar, teniendo estos versos entreverados con los genes, que la misión sea una Nueva Bauhaus? ¿Cómo podemos pasear por Cádiz, Barcelona, Florencia o Siracusa y querer ser Dessau o Weimar?

¿Por qué algo tan intrascendente, tan acomplejado? A santo de qué evocar algo magnífico y oportuno, sí, pero efímero y cuyo momento ya pasó?

Podemos aspirar a mucho más y más allá, desde la legitimidad de haberlo hecho cien veces antes. A más corazón en la mente y más eternidad en el momento.


Edificio de la Bauhaus en 1945, tras los bombardeos aliados.

Este artículo fue publicado originariamente en The Objective, en junio de 2021, bajo el título “La intrascendencia de una nueva Bauhaus”.

La pregunta

A veces la respuesta es una pregunta. En las preguntas, en las buenas preguntas, está el marco de entendimiento que necesitamos, la categorización de la realidad, el esquema, el diagrama que hace sencilla la respuesta. 

Hace unos meses me hice una que resuena en mi mente constantemente, como una sirena antiaérea, y que me hace ver la realidad con una lente diferente, como si viese en rayos X o con una cámara térmica.

Pero antes de plantearte la pregunta, tengo que darte algo de contexto:

Hace cinco años, mi hijo Javi y yo visitamos juntos la escuela de diseño de Ulm. Ese viaje era como una peregrinación para mi. Ahí nació y se gestó mucho del diseño que admiraba (hoy lo admiro pero con otros ojos ¿ves?) y ahí trabajaron, enseñaron y aprendieron algunos de los grandes del s.XX.

El pasillo de la residencia de alumnos y profesores. Un espacio de la muerte viviente, como los que describe László Földényi.

La visita, sin embargo, tuvo en mí el efecto contrario. De repente, todo ese funcionalismo, esa racionalidad, esa modernidad utilitarista me heló el corazón.  Meses después, en Cádiz con Terrés, la luz, la comida, la humanidad y la vitalidad que todo lo impregnaba y me impregnaba a mí también, me ayudaron a componer una síntesis algo personal. Ahí nació el nombre de las cartas: “De Ulm a Cádiz” y se gestó mucho de lo que hoy es el Instituto Tramontana.

Hace unos meses, visité de nuevo la Escuela de Ulm con alumnos del Instituto. Esta vez la visita fue con guía y a ella le agradezco que aclarase, que sintetizase en una frase, mucho de lo que yo sentía pero no sabía verbalizar:

“Quienes fundaron esta escuela querían rediseñar la sociedad.”

Al oirlo se me heló la sangre.

El plan de Ulm no era diseñar mejores artefactos, no era hacer mejor arquitectura, muebles, equipos de sonido, gasolineras o automóviles. No, nada de eso. El plan, el gran proyecto, era político: redefinir la sociedad conforme a su idea de cómo debería ser, conforme a su programa.

Qué ingenuo fui: pensaba que querían servir a su sociedad y su cultura, pero en realidad la rechazaban; querían convertirla en otra cosa.  Ese día entendí mejor el proyecto de la modernidad. Menuda bofetada me llevé.

La tradición no es el culto a las cenizas, es la transmisión del fuego.
Gustav Mahler 

¿Qué había de malo en la artesanía, en la vitalidad de una cocina de antes, en la madera que cuenta la vida envejeciendo como la piel de una anciana? ¿Qué les molestaba de los objetos que adornamos porque sentimos importantes, de ensalzar lo sensorial, de honrar nuestras raíces o de que queramos conservar aquello que sentimos bello y bueno? ¿Qué les llevaba a despreciar todo lo pasado e idealizar todo lo nuevo?

Pienso mucho en las casas clavo como la de UP, tan frecuentes en la china que no para de avanzar.

El mío, el del diseño y el producto digital, es un sector obsesionado con mirar hacia adelante. Se habla siempre de la novedad constante, de la revolución de esto y aquello, de que nada va a ser igual, de cambiar el mundo

¡Por qué cambiarlo, maldita sea!

¿Por qué no, simplemente, tratar de mejorar lo que está mal y de potenciar lo que está bien? ¿Qué resentimientos más grandes debéis de tener para no ver tanto bueno, para querer arrasar con todo, para hacer tábula rasa? ¿Por qué rehacerlo todo sin aceptar, sin entender, sin contemplar? 

Cuánta belleza, cultura y legado destruye vuestro proyecto. Nada se puede entender ni apreciar, nada se puede ya salvar cuando habéis iniciado los derribos, cuando entran las excavadoras y empezáis a hormigonar ese mundo nuevo que tanto anheláis.
 

Todo ser humano nace siendo heredero de un legado al que sólo puede acceder mediante un proceso de aprendizaje.

Si esa herencia fuera un patrimonio compuesto por bosques y prados, una villa en Venecia, un terreno en Pimlico y una cadena de tiendas en un pueblo, el heredero esperaría heredarlos automáticamente después de la muerte del padre o al alcanzar determinada edad. Se la traspasarían abogados y lo máximo que se esperaría de él sería un reconocimiento legal.

Pero la herencia a la que me refiero no es precisamente así; y, de hecho, no es así exactamente como lo imagino. Todo ser humano nace siendo heredero de un legado de logros humanos; una herencia de sentimientos, emociones, imágenes, visiones, pensamientos, creencias, ideas, interpretaciones, emprendimientos intelectuales y prácticos, lenguajes, relaciones, organizaciones, cánones y máximas de conducta, procedimientos, rituales, habilidades, obras de arte, libros, composiciones musicales, herramientas, artefactos y utensilios.

Michael Oakeshott

Idealizar lo futuro conlleva ignorar lo pasado. Soñar con algo que aún no existe (y quizás no exista jamás) acarrea ignorar lo que sí ha pasado y lo que ahora está siendo. Ensoñación frente a aprendizaje, insatisfacción frente a contemplación.

Me preguntan a menudo qué libros leer para aprender de diseño de interacción y experiencia de usuario. Suelo responder, con algo de sorna y cierto esnobismo, que ninguno de menos de cincuenta años, pues su vigencia es el indicador de la cantidad de verdad que contienen. Con los actuales, cautela y prudencia. Y sospecha abierta con los que hablan del futuro. Así, en general, con todo lo que atañe a aprender de diseño.

Diseñar es resolver, mediante tecnologías (cambiantes) las necesidades de personas en contextos concretos. Esas personas, esas necesidades y esos contextos son los mismos que hace diez, cien o mil años. La mitad de la ecuación del diseño tiene tres mil años de respuestas. Qué torpeza y qué desaprovechamiento el de diseñar con las anteojeras del mulo, mirando sólo hacia adelante.

Decía al principio que hay preguntas que son en si misma una respuesta. En otoño volveré a formar a doce diseñadores, a ayudarles a madurar profesionalmente. En algún momento, cuando menos se lo esperen, les pediré que respondan a la pregunta:

¿Diseñas para servir a tu sociedad o para cambiarla?
¿Diseñas para enriquecer tu cultura o para crear una nueva?

HfG, final.

En 1968, tras muchos conflictos, disputas y problemas de financiación, la Escuela de diseño de Ulm cerró sus puertas. Era primavera y la decisión ya estaba tomada. Su gente, aceptando el final, se relajó y celebró. En esta fotografía del momento hay más corazón que en toda la historia anterior de la escuela.

El cortejo, el vino, la música en la terraza, el vino, los niños… Parecieran mediterráneos.

Hace unos años, al verla y entenderlo todo, le dediqué estos versos:

HfG, final.

Hormigón,
línea recta,
estructura inmaculada.

Pasión desafecta.
Frío, niebla y escarcha.
No conoce lágrima
ni carcajada.

Asepsia transparente.
Desinfecta, desafecta,
estirada.

Apolo joven,
corazón de plexiglás,
entrañas de estireno,
piel de celuloide.

Sístole calculada.

Ese día fue distinto.
A punto de claudicar,
primavera del sesenta y ocho,
facturas acumuladas.
Nada que celebrar.

Y sin embargo,
o quizás por eso...

Tú última lección,
diástole liberada.

Porque todo se derrumba,
sonrisas, vino y cortejo.

Te impartió la clase,
te besó la entraña,
te hizo reír y llorar,
te salvó el alma
Dionisio el viejo.


Este post es parte de las cartas que envío desde “De Ulm a Cádiz”, un boletín donde comparto reflexiones personales en torno al diseño y sus territorios colindantes. Si deseas recibir estas cartas en tu buzón, suscríbete aquí.

El progreso de antes

Estaba prácticamente saliendo de casa para bajar a Cádiz cuando llegó, de Alcaná: “La españa que usted no conoce”, un libro magnífico, cargado de fotografías, que da testimonio de esa España que empieza a reclamar modernidad. Eran los tempranos años sesenta y el país gritaba “eh, no me mires el folklore, mírame el progreso”.

El prólogo deja las cosas muy claras desde el principio:

Cuando salimos a correr mundo, lo hacemos por dos motivos principales: ver aquello que todavía perdura del pasado o admirar lo que constituye o nos parece constituir una superación de aquél. En otras palabras, o viajamos en busca del tipismo o bien en pos de las manifestaciones del progreso.

[…]

La curiosidad por la superación del pasado es también de esa época aunque responda a impulsos exactamente opuestos a los que determinan el interés por el tipismo. Lo que se busca, en este caso, es lo nuevo, en el sentido moderno, es decir, las manifestaciones del progreso en sus aspectos y derivaciones acaso más esencialmente técnicas: las grandes ciudades, las grandes instalaciones industriales, los grandes hoteles, las realizaciones del confort, el nivel de vida...

La manera en que un país se cuenta habla mucho de la lucha entre su volksgeist y el zeitgeist, entre su esencia y el espíritu del tiempo que está viviendo. Ver cómo se mostraba España al mundo hace setenta años y no fijarse en cómo lo hace ahora sería un desperdicio. 

Tengo ganas de dedicarle una tarde de domingo, con calma, para saborear cada foto, cada pasaje. Subiré aquí lo que me llame la atención. Si hay alguna ciudad por la que tengas interés, dímelo en los comentarios y subiré imagen del capítulo en cuanto tenga un ratito.