Ivrea 1982
La tarde en Ivrea era un horno, y el aire espeso se colaba en la planta de ensamblaje de Olivetti, donde el repiqueteo de las máquinas de escribir marcaba el ritmo del día. En la oficina acristalada del primer piso, Ettore Sottsass y Dieter Rams se encontraban cara a cara, sentados al principio con la rigidez de dos generales en una tregua incómoda. Mario Bellini observaba desde un rincón, con la camisa arrugada y una botella de grappa medio vacía que había dejado sobre la mesa.
“Bueno, Dieter,” comenzó Sottsass, encendiendo un cigarrillo y dejando que el humo se arremolinara entre ellos. “Espero que este encuentro sirva de algo más que para que nos tires tu sermón calvinista sobre la función de los cojones.”
Rams se inclinó hacia adelante, con las manos perfectamente entrelazadas y una sonrisa tensa. “He venido para ver si en este antro de colores y excentricidad de mierda se puede hablar de diseño de verdad, Ettore. Pero empiezo a pensar que esta oficina es más un altar hippie, lleno de idolatrías absurdas y humo, que un lugar de trabajo serio.”
Bellini soltó una carcajada corta, dejando escapar un trago de grappa por la comisura de los labios. “¡Tranquilo, alemán de mierda! Aquí no estamos en tu triste oficina de Braun, donde la diversión está prohibida y todo huele a sopor y café malo.”
Sottsass lo secundó con una risa ronca, golpeando la mesa y haciendo que la botella de grappa temblara peligrosamente. “¡Eso! Vuestra puta ética del trabajo es tan seca como un sermón protestante. Al menos nosotros disfrutamos de la vida y no vivimos con cara de funeral.”
Rams apretó los dientes, su sonrisa ahora una mueca. “¿Disfrutar de la vida? Claro, entre un plato de putos espaguetis y vuestros crucifijos, sois expertos en hacer de todo un espectáculo sin sentido. Tus diseños, Ettore, son como esos fideos de mierda vuestros: mucho ruido, poca sustancia y siempre con la misma salsa de color chillón, el mismo de tu máquina de escribir de juguete.”
El ambiente se cargó de una tensión palpable. Sottsass se levantó de golpe, el cigarrillo cayendo de su mano y dejando un rastro de ceniza en los papeles esparcidos. “¿Poca sustancia? ¡Prefiero mil veces mis ‘juguetes de colores’, como los llamas, que tus putas radios grises que parecen ataúdes!
“Además, se dice que tienes a ese pobre diablo de Lluelles en España, encerrado en un despacho, dibujando tus putos exprimidores y batidoras como un prisionero. Y para qué, ¿eh? Para que sigas sacando la misma calculadora de mierda con distinta forma y le digas al mundo que es ‘menos, pero mejor’ ¡Eres un puritano de mierda, Rams! No sabes lo que es el alma de un diseño porque te la olvidaste en algún sermón calvinista.”
Rams también se levantó, empujando la silla hacia atrás. “¿Alma? ¿Tus piezas de circo tienen alma? ¡Tus diseños son una jodida broma para millonarios aburridos que no saben qué hacer con su dinero! Y si crees que tu pasta y tus gritos de tendero van a impresionarme, estás más drogado de lo que pensaba.”
Bellini, viendo la tensión, intentó calmar las cosas con una sonrisa burlona. “Vamos, Dieter, no te enfades tanto. Un poco de color no ha matado a nadie, a menos que hablemos de tus putos productos, que son tan mortíferos como un desfile de la Wehrmacht.” La carcajada de Bellini se escuchó en toda la planta.
La botella de grappa, que había quedado al borde de la mesa, se precipitó al suelo, derramándose y empapando unos papeles que había esparcidos. Sottsass la pateó en un arrebato, salpicando las piernas de Rams, quien dejó escapar un gruñido y se acercó más, encarándose con él.
“¡Toca esa botella otra vez, Ettore, y te meto tus putas máquinas de escribir por donde no te da el sol!” escupió Rams, con la furia transformando sus ojos en dos cuchillas.
“¡Hazlo, si tienes huevos, alemanito!” respondió Sottsass, con los puños cerrados y la cara enrojecida. Bellini, entre risas y una tos cargada de humo, lanzó un “¡Vamos, a ver si el calvinista tiene cojones de verdad!”
La gente de la planta de ensamblaje había dejado de trabajar y miraba hacia arriba, hipnotizada por el espectáculo. Los gritos se apagaron por un segundo, solo para que Rams, en un arrebato de furia, encendiera su mechero y lo pasara por encima de los papeles empapados en grappa. Una chispa bailó, y las llamas empezaron a lamer los bordes con rapidez.
“¡A tomar por culo esta mierda!” gritó Rams, tirando el mechero al suelo y apartándose mientras el fuego crepitaba. Sottsass y Bellini retrocedieron con los ojos abiertos, mientras el humo comenzaba a llenar la oficina.
Los trabajadores miraban desde abajo, algunos riendo nerviosos, alguno grabando con su tomavistas. La imagen de Dieter Rams alejándose por el pasillo, con el eco de sus pasos resonando, quedaría grabada en sus mentes como el día en que la oficina de diseño de Olivetti se convirtió en el campo de batalla más salvaje de la batalla entre la modernidad y la posmodernidad.
Fin.
Espero que te haya gustado este relato, un poco disparatado y otro poco hiperbólico, que retrata un momento de la historia del diseño. Vendrán más. Si quieres recibirlos en tu email, te animo a que te suscribas a mi newsletter De Ulm a Cádiz.