Algo que custodiar
“He leído el libro que ustedes publicaron y quiero que custodie algo por mí.”
Sonó al otro lado del auricular un día de 2004 y me dejó intrigadísimo. En la conversación se presentó, pero prefirió no contarme qué era eso tan preciado para él que quería que yo conservase.
Unos meses antes, en enero de 2003, yo firmaba un capítulo en el que fue el primer libro sobre experiencia de usuario en castellano. Se titulaba, precisamente, “La experiencia del usuario” y Anaya decidió publicarlo con la peor portada posible. El mote que recibió era previsible: el libro del pie.
Mi parte del libro comparaba los inicios de la radio, sus dispositivos, usuarios y contenidos, con los inicios de internet desde esos mismos ángulos. Se titulaba “Diales y ratones, la madurez de la experiencia de usuario”. Entre lo horrendo de la portada y que en la profesión éramos cuatro gatos, el libro no llegó muy lejos. ¿Cómo se explicaba que un señor mayor de Zaragoza hubiese leído mi capítulo y quisiera contactarme?
Ese señor era el padre de nuestra difunta y recordada Mari Carmen Marcos, una profesional y académica de la arquitectura de la información muy activa y prolífica, con quien yo había colaborado dando clases en la UPF y guardaba muy buena relación profesional. De alguna manera, su padre se había hecho con la copia del libro de Mari Carmen y mi capítulo le llegó por varios motivos.
Tenía que ir a Zaragoza a conocerle y a recibir lo que fuese que iba a entregarme. No tardé.
Hacía sol y el padre de Mari Carmen estaba metiendo cosas en el maletero de su coche junto a su familia, preparando un viaje de fin de semana. Dejó los trastos a medio meter, algunos en el suelo, y me llevó a un apartado, como quien quiere contar una confidencia muy importante.
“Mi familia no entiende que guarde estas cosas, pero para mí son importantes. Cuando leí tu capítulo vi que tú lo entenderías y por eso es mejor que las tengas tú; tú sabrás conservarlas.”
Entramos a la casa y se me adelantó desapareciendo por el pasillo. Volvió con una caja de cartón en la que había dos walki-talkies y una radio de transistores. La radio era antigua, de los 60, con su plástico dorado y blanco. Los walkies algo más recientes, pero llenos de abolladuras y rasguños, muy gastados.
Y entonces empezó a contarme, con la solemnidad de quien se sabe partícipe de algo grande, la historia de esos aparatos.
“Yo he trabajado toda mi vida en la Telefónica, ya sabes, una vida entera dedicada a la empresa. He visto nacer los móviles, internet…. Pero lo más grande que yo he hecho allí fue instalar el tendido de la primera línea que cruzaba la península, de norte a sur, sin pasar por ninguna centralita humana. Un cable entero de Tarifa a Irún. Lo hicimos nosotros, subiendo a cada poste y tendiendo hilo, metro a metro. Esta es la pareja de Walkies que usábamos en mi cuadrilla. No valen nada en el mercado, pero yo sé para lo que sirvieron y para mí tienen mucho valor. Tenlos tú, que sabras apreciarlos”
Me temblaba el pulso sosteniendo la caja, se me había secado la boca y sólo sabía decir “gracias”. Me sentía un poco impostor, como si estuviese engañando a alguien para llevarme una reliquia que debería estar en un museo. Quise preguntarle algo acerca de aquella hazaña de la historia de las infraestructuras cuando empezó a contarme la segunda historia:
“Y este transistor… Tiene menos valor, o digamos que lo tiene, pero personal. Mira, hijo, yo hice la mili a bordo de un portahelicópteros y aquello fueron muchas guardias en alta mar, vigilando ya me dirás tú qué, porque quién iba a atacarnos ¿no?, pero ahí estaba yo noche tras noche. Este transistor me salvó la vida, me dio compañía y me hizo más llevadera la distancia ¿Cómo no vas a cogerle cariño a un aparato que te da tanto?”
De nuevo, me invadió la sensación de estar expoliando, de llevarme parte de la herencia de esa familia, un objeto valiosísimo, como si me estuviese llevando a casa un trozo del pasado de ese hombre. Miré alrededor, buscando aprobación de su mujer y de su hija. Estaban allí, en segundo plano, sonriendo, felices de que aquel hombre hubiese dado con la horma de su zapato, con alguien que entendía y valoraba esas historias de las que ellas estarían ya aburridas. Y continuó:
“Fíjate que la funda de piel del transistor es muy tosca. La hice con un trozo del cuero que se usaba para proteger los rotores de los helicópteros. Sólo tenía una navaja, pero como me sobraba tiempo pues me puse ahí, poco a poco, a hacerla. ¿No quedó mal, verdad?”
¿Mal? Aquello era sobrecogedor. La funda estaba perfecta pero es que el simple ejercicio de haberla hecho ya transmitía un cariño hacia el aparato que yo no había visto antes. Era inevitable imaginarselo pasando noches en cubierta, en alta mar, quizás en mitad del Atlántico, trabajando con su navaja mientras escuchaba algún programa nocturno.
Pasé el trayecto de vuelta a Madrid en silencio, evocando la vivencia de aquel hombre, tantas noches en el mar y días en el campo, yendo de poste en poste, cada cincuenta metros. Pensé mucho en el compromiso de cuidar esos aparatos y contar la historia que les daba sentido.
Nos habíamos juntado dos sentimentales que amaban la radio de maneras parecidas. Lo recuerdo como una especie de entrega de testigo y le estoy muy agradecido a Mari Carmen Marcos por haber propiciado algo así, fuese o no voluntario.
Mañana tanto los walki-talkies como la radio estarán expuestos en el Instituto Tramontana. No son grandes ejemplos de diseño ni hitos tecnológicos, pero testimonian algo bello: la relación de afecto que podemos tener con ciertos artefactos, la manera en que nos hacen sentir cuando los usamos y cuando, a través de su mera posesión, recordamos esa vivencia pasada.