Sensorium Dei

Newton entendía el espacio como un continuo inconmensurable que sólo Dios podía percibir en su totalidad. Por eso lo llamó Sensorium Dei: el espacio sensitivo de Dios.

Para poder existir en ese lugar ilimitado, la humanidad tuvo que acotar esa extensión en parcelas de espacio y tiempo que tuviesen sentido, a escala de nosotros mismos. Troceamos el espacio en lugares con diferentes medidas y significados: mi planeta, mi país, mi ciudad, mi casa, mi habitación… Y, de igual forma, parcelamos el tiempo en unidades que se adaptan a nuestros propósitos y circunstancias: los años, cursos, unas jornadas, el rato que dura un café, el instante del ascensor… Nuestra realidad es, por tanto, una sucesión de eventos en el continuo espacio tiempo. Algunos son sólo nuestros, individuales, irrepetibles. Otros, decidimos compartirlos.

Hace un par de horas se ha ido del Instituto Tramontana Joan Tubau, un tipo de presencia, discurso y diálogo elegante. Hemos hablado mucho del tiempo, como moneda, como herramienta de trabajo y como artefacto para interpretar el mundo ¿Te acuerdas de Arrival, la peli de Villeneuve donde los extraterrestres nos regalan otra manera de procesar el tiempo?

Hace una semana y algo, estuve en Telmodice hablando con gente de diseño sobre lo digital. Les expuse una idea que me ronda mucho últimamente: todas las formas de diseño se definen por la naturaleza material de lo que crean (ropa el de moda, objetos el industrial, libros el editorial, pósters y visuales el gráfico…) menos el diseño de interacción, el digital, el nuestro, que no se puede definir por lo que crea porque lo crea todo: espacios, objetos, servicios, mensajes…. La diferencia del diseño digital, lo que lo hace distinto, es que sus creaciones no ocurren en el plano de lo material, sino en el de lo temporal. El diseño digital crea cosas que ocurren en el tiempo, que cambian, mutan, dialogan… Cosas que nos acompañan.

Bernardo de Chartres dijo, antes que nadie, eso de que caminamos a hombros de gigantes, refiriéndose a que los escolásticos se apoyaron en la filosofía y la ciencia (griegas y romanas, sobretodo) para avanzar en el conocimiento, para ver más que sus predecesores.

La idea, que luego le copia Newton y que Umberto Eco pone en boca de Guillermo de Baskerville, tiene connotaciones muy interesantes: para el campesino medieval que no conoce más que su día y su noche, sus veranos y sus inviernos, no existe la idea de futuro, pues la vida es cíclica y se copia, se repite a si misma. Sólo existe el nacimiento, la juventud y la vejez, en forma de segmento de ese anillo infinito. Pero cuando alguien decide aprender y descubrir, ensancha su espacio intelectual y con él la ventana de lo posible. El mañana pasa a poder ser diferente y por tanto mejorable. Y así creo yo que nace la idea de progreso, de que el tiempo no es un anillo sino una linea. Y no trabajamos para que hoy sea bueno, sino para que mañana sea mejor. Ojo, cuidado con la trampa.

La idea de tiempo, ese invento que da a luz la modernidad (o al revés), me ronda mucho, ya lo decía antes. De ella brota una estética, un imaginario y una industria. También una tecnología, ojo: el reloj crea unidades precisas de tiempo que se pueden cuantificar, vender —qué es sino la letra de cambio—, que se puede invertir, ahorrar… y robar, como agudamente señalaba Joan Tubau hace un ratito. Tanto me gusta la idea que le dedicamos un capítulo en el módulo 4 de Design Graduate, el más reflexivo, contextualizando en ella el diseño de lo digital, que como digo, es el diseño de artefactos que ocurren... En el tiempo. Ay, ¿será que el diseño de lo digital es entonces la forma de diseño más capitalista de todas?

Harina de otro costal es la idea de posteridad, que sí existe desde mucho más atrás y que conlleva poder dejar algo en el camino y que lo encuentren quienes pasen más tarde (poster, después). En esa forma de entender el tiempo, que Nolan retuerce con obsesión plateresca en sus películas, las cosas son diferentes: el tiempo no pasa por nosotros, sino nosotros por él. En Tenet (esa obra maestra) la tecnología no reinterpreta el flujo del tiempo, sino que lo revierte: un positrón es un electrón viajando hacia atrás en el tiempo. ¡Boom!

Los personajes de Tenet se matan por esa tecnología , los extraterrestres de Arrival son más altruistas y directamente nos la regalan: y eso que es su bien más preciado, su manera diferente de entender el continuo espaciotemporal, su propio sensorium alienum. Ese entendimiento de devenir les hacía una civilización superior, igual que nosotros nos sentimos superiores a los campesinos de la alta edad media que no tenían relojes y vivían según los ciclos del sol y del campo. Eso, sentirse superior moral, espiritual y culturalmente a los que estuvieron antes, simplemente porque tenemos acceso a más información o más tecnología, a mí me parece paternalista y hasta supremacista, tanto que me llego a enfadar cuando lo veo en nuestro entorno, tan dado a juzgar lo pasado con altivez. Luego me doy cuenta de que el rato dedicado a esa gente ha sido tiempo perdido, un gasto y no una inversión, un pasivo y no un activo que podría dar más y mejor tiempo después, como el ratito con Tubau de hoy.

Sería hipócrita, sería absurdo

Sería hipócrita hablar de diseño democrático, y luego pedir cinco o diez mil euros por una matrícula.

Sería absurdo decir que queremos a los mejores alumnos y sólo dar formación en la capital.

Sería contradictorio hablar de cómo los productos digitales rompen las limitaciones del espacio y el tiempo, y después impartir clases a horas fijas.

Sería ilógico enseñar nuevas formas de comunicación y narrativa, y después mantener la típica estructura de una clase presencial.

Sería ridículo hablar de inmersividad en lo digital y que te impartiese la clase un profesor recitando su powerpoint a través de zoom.

Qué incoherente sería que enseñásemos diseño de productos digitales y no fuéramos capaces de mejorar, de rediseñar, la manera en que se enseña online.

El fuego

El cambio va a ser irreversible. Estáis a punto de rediseñarlo todo: los artefactos, los canales y los productos. Daréis forma a los espacios, los códigos y las interacciones que nos transformen para siempre. Será algo colosal y estremecedor.

Cien años atrás, quienes crearon las bases del diseño definieron qué se diseñaba y cómo se diseñaba, dónde se aprendía y cómo se aprendía.

Ahora el medio es otro.
Los productos son otros.
Las herramientas son otras.
Los principios son otros.
Los contextos son otros.

Somos otros.


Nuestro mundo está a la vez en todas partes y en ninguna parte,
pero no está donde viven los cuerpos.
John Perry Barlow


Convertirte en diseñador, elevarte a diseñadora, ya no dependerá de dónde estés ni de cuándo estés. Vuestra verdad es digital. Mejoraos en ella, desde ella y para ella.

El universo de lo diseñable os espera en nuevos relatos, en nuevos lenguajes y con nuevas maneras de entender espacio y tiempo. En vuestra forma de aprender, estudio y simulación se trenzan; en vuestra forma de proponer, pasado y futuro se superponen.

Os corresponde crear lo que vive, lo que cambia y se altera, lo que aprende y responde. Vuestros son los colores y los sonidos, las transacciones y las evocaciones.

El espacio de la razón, el de los sentidos y el del las emociones os pertenecen. Tomadlos casando placer y deber. Desde ahí renovaréis las viejas empresas y diseñaréis nuevas formas de relacionarnos.

Cread fragmentos de futuro y caminos de prosperidad. Elevaros y trascended. Haced que el diseño digital sea la profesión más bella y necesaria de todas.

Esta es nuestra declaración de complicidad.

Os entregamos el fuego. Usadlo.



Coma

Dicen que hay que hay que saber elegir las batallas. En marzo de 1993 un diseñador japonés decidió luchar una histórica, quizás la más noble. Combatió para salvar algo pequeño, imperceptible —para algunos quizás insignificante— que contenía, en toda su pequeñez, el propósito de una vida: el bien, la verdad, la integridad y la belleza.

Toru Shiono trabajaba en Japan Radio Company, una de las empresas más importantes del mundo de equipos de radio; para algunos la mejor.  Ese día se respiraba optimismo en la planta de Mitaka: los datos de la economía nipona eran buenos y los cerezos estaban a punto de llenarlo todo de blanco y rosa. A media mañana, Shiono-san, ingeniero diseñador de la compañía, iba a presentar los bocetos preliminares para el último modelo de emisora de HF de la empresa, el más avanzado: el transceptor JRC JST-245 y su receptor hermano, el NRD-545.

Hoy, casi treinta años después, tengo ese mismo modelo sobre mi mesa del refugio. Lo enchufo, lo alineo bien a la mesa —la ocasión me exige una liturgia bizantina— y pulso su interruptor. Un sonido rico y docenas de luces de colores me hipnotizan, como en un paseo por la noche de Shibuya.

Segundos después me doy cuenta. Ahí está, ya no puedo dejar de mirarla. En ese display, discreta, la mayor batalla de diseño de la historia, por el territorio más pequeño.

Fíjate bien ¿La has visto ya?

La coma. Esa coma entre el uno y el tres. No es un punto, no. Es una coma porque, en su sistema de notación, ese cambio de miles a cientos se marca con coma y no con punto. Poner un punto en ese dial era más sencillo, era más barato, era, es, lo que todos hacen. Nadie diría nada si esa coma hubiese sido un punto. Qué más daba.

Pero no daba igual. Para Toru Shiono esa coma era lo que menos igual daba. Ese detalle pequeño, imperceptible,  insignificante para algunos, era el símbolo de una vida y unos valores en coherencia. 

La coma era lo correcto.

Aunque encareciese la producción de la radio, aunque elevase su coste, aunque nadie lo notase ni fuesen a felicitarle por ella, aunque media compañía se enfrentase a su propuesta… Esa coma debía permanecer. Por coherencia y por integridad, por verdad.  Renunciar a la coma habría sido fallarse, abandonarse.

Probablemente le dedicó una noche entera, en su mesa de trabajo. Una luz encendida en la oscuridad del edificio de oficinas del distrito de Mitaka. Su ángulos, sus rectas, la batalla que anticipaba. Probablemente preparó sus argumentos como quien ensaya un combate, a sabiendas de que sería cuestionado frente a la cúpula de la empresa. Con respeto pero con decisión, tendría que argumentar. Y tendría sólo una oportunidad. 

En esa coma residía el honor sentido y la belleza anhelada. En esa coma estaba la esencia de su profesión, el respeto a sus ancestros y la serenidad ante lo divino. A nada de eso podía fallar.

Me deleito mirándola y pienso en todas las batallas que luchamos, las que ganamos y las que perdemos, las heridas y las derrotas por una coma. Tiempo y dinero, clientes y proyectos.

¿Ha merecido la pena?

Otras veces las hemos evitado conscientemente. Como Ulises, hemos preferido tapar los oidos de nuestra gente con cera y atarnos al mástil para no acudir, para no estrellarnos por ellas ¡No son comas, son sirenas! ¡Que muera Parténope y se salven mi nave y mi tripulación!

El JST-245 y el NRD-545 fueron los últimos equipos de HF que fabricó la compañía. Pocos años después, el presidente de Japan Radio Company dio la orden de cerrar esa división y su personal fue recolocado.

En esa coma reside el mayor dilema de nuestra profesión, haciéndonos vacilar entre la función y la emoción, entre lo íntegro y lo óptimo, entre el mercado y la cultura, entre lo bello y lo sensato.

Ahí está, anaranjada y hermosa y discreta, siempre presente.

Alguna frase pedante

Esta mañana me ha pedido alguien que no debo mencionar, para un proyecto que no puedo contar, que le comparta algunas líneas sobre el concepto de la belleza y cómo lo veo yo. Literalmente, me ha pedido “alguna frase pedante”.

Ten amigos para esto.

El caso es que hoy quería haber hecho 348 tareítas pequeñas y cuatro o cinco gordas. Al final, ha quedado todo sin empezar, a medias o mal resuelto. Siendo sincero conmigo mismo, diría que mi mayor logro ha sido hacerme la comida y ver, mientras almorzaba, un documental de la televisión pública japonesa sobre Junichiro Tanizaki y su concepto de la sombra en la estética japonesa. No me quejo.

El ‘Elogio de la Sombra’ de Junichiro Tanizaki, es de esos libros que merece la pena releer veinte años después de la primera lectura, porque están llenos de matices y reflexiones que de joven uno no pilla o no sabe valorar. Es lo bonito de subrayar los libros: cuando relees no sólo hablas de nuevo con el autor, sino con tu yo de veinte años atrás.

En Tanizaki y su forma de entender la belleza me siento bastante cómodo. Sintetizando mucho, él dice que la belleza existe como ideal y en la naturaleza, pero que para disfrutarla tenemos que propiciarla y trabajarla, como quien cuida un jardín o perfecciona su caligrafía. En otras palabras, belleza como destino y como camino a la vez. También habla de la belleza de los espacios de transición, porque albergan misterio. Lo ejemplifica con las sombras dentro de una casa tradicional, ese espacio entre la luz exterior y la oscuridad completa, lleno de matices, cambiante y variable. Diría que Tadao Ando también trabaja ese concepto, no sólo desde lo espacial sino desde lo temporal: la belleza de ver cómo la luz modifica un espacio a lo largo de una tarde. El lugar a mediodía no es el mismo que al anochecer. Ambos, el pensador y el arquitecto, se quejan de la obsesión de occidente por sobreiluminarlo todo. Concuerdo.

En mi mente pelean la idea de belleza de Santo Tomás y los escolásticos con visiones más vitalistas al estilo de Malick o Sorrentino. Los primeros creen que lo bello existe y es, independientemente de quien lo mira. Los segundos dirían que la belleza está en lo que se hace y ocurre, como si fuese una manifestación de la vida. Tampoco están tan alejados, si uno lo piensa. Al de Aquino le interesa el mundo de las ideas platónico y a los otros dos, los reflejos de esos ideales en la cueva, o mejor aún, los pavos que intentan salir de ella persiguiendo la luz. 

La primera belleza es más épica, la segunda más lírica. La primera está en lo monumental, la segunda en lo pequeño y mundano. La BSO de Interstellar contra estas fotos de Navia, la geometría extrema de la T1000 (Dieter Rams sonríe satisfecho), o una antigua canción de dimotiki griego, llegando sucia a través de una vieja radio de onda corta.

De Ulm a Cádiz. No hay que explicarlo mucho.

¿Si algo es bello y nadie lo mira, deja de ser bello? ¿Necesita la belleza, para existir, una mirada? En otras palabras ¿reside la belleza en el objeto o en el sujeto que la contempla? Se lo pregunto mucho a mis alumnos y la verdad es que ni sé por qué, pues cada vez tienden a decantarse más por lo segundo y me pillo unos disgustos…

Porque, a ver, si la belleza es subjetiva, entonces no podemos ponernos de acuerdo en qué es bello y qué no, y es cuestión de segundos hasta que aparezca quien te dice que a él un montón de estiércol le parece bello. Y digo yo… Si te parece bello ¿no será por lo que te evoca? ¿No será que lo bello para ti es la idea de que la vida se regenera? Entonces el montón de estiércol no es más que un mecanismo, un disparador, de algo que vive dentro de ti. O sea, llevamos la belleza dentro.

Y si es así, quizás algunos disparadores, algunos catalizadores, sean mejor que otros, ¿verdad? Nuestra aspiración será, pues, a crear vehículos para que esa belleza entre o salga.

Alguno se habrá preguntado entonces, si la belleza —la capacidad de buscarla y enunciarla— no será una cualidad eminentemente humana. Universal es, desde luego. Pero… ¿sólo humana? Podríamos pensar que algunos animales crean cosas bellas en su afan por cortejar y procrear, pero el hecho de que lo hagan todos igual da que pensar si, de nuevo, no será que lo hacen por mera programación genética y somos nosotros quienes vemos ahí belleza. Este argumento tiene miga: de ser cierto, nos sitúa a los humanos en un plano esencialmente diferente del resto de animales y de ahí, cuidado, que puedes acabar en lo religioso sin darte cuenta.

Porque, ojo, si existen esencias trascendentes entonces existe LO TRASCENDENTE, lo superior, lo que es más que espacio y tiempo. Ahí creyentes, agnósticos y deistas andamos tranquilos, pero los ateos se suelen poner nerviosos. Se siente.

Otra de las preguntas que le hago a mis alumnos, cuando hablamos de belleza, es si alguna vez han experimentado el síndrome de Stendhal. ¿Lo has sentido tú? Yo recuerdo una tarde de octubre paseando por Ortigia, ya de noche. El viento, las olas y las casas palaciegas en ruinas. La solitud. Sentirte cerca y lejos de todo, a la vez. Y la presión en el pecho, la dificultad para respirar porque pareciese que todo aquello no cupiese en los pulmones.
 

La ‘dimensión insondable’ de Battiato.
¿Te vale como frase pedante?

Eudora y la propiedad privada del tiempo

Me ha costado mucho encontrarlo. Hasta llegué a dudar de si era una invención mía. Al principio de internet, cuando mandábamos un correo electrónico, le marcábamos una prioridad ¿Te acuerdas?

  • Muy alta

  • Alta

  • Normal

  • Baja

  • Muy baja

Media hora me ha costado buscar la captura, pero he dado con ella. Igual que muchos, yo usaba Eudora Mail, uno de los primeros clientes de correo para Windows. Así marcábamos la prioridad de tu mensaje:

Y así veíamos la prioridad en los mensajes recibidos

Decidir qué prioridad tiene algo que comunicas a otra persona es un ejercicio de responsabilidad y respeto magnífico. Requiere hacerte varias preguntas importantes acerca de la urgencia, la relevancia (no son lo mismo) y te exige pensar en las circunstancias de la otra persona. 

Decir que el tiempo es el bien más preciado o que vivimos en la economía de la atención es revolcarse en el cliché como un gorrino en el barro. Pero... ¿A que se entiende por dónde voy? Primero quitamos las prioridades del email, después llegó la mensajería instantánea a los buscas, luego a los móviles y después al ordenador (¿te acuerdas del ICQ?). Lo siguiente fueron los canales instantáneos siempre abiertos, multidispositivo: Messenger, Whatsapp... Y lo más reciente, sus adaptaciones al trabajo, como Slack.

Pero no quiero que este post sea una rabieta contra la pérdida de concentración, sino una alabanza a los sistemas asíncronos, a aceptar que el otro decida cómo y cuándo atiende tu mensaje, a ritmos de comunicación diferentes, donde no todo debe responderse al instante, donde urgencia e importancia se desvinculan.

Gmail hace tiempo que nos ofrece clasificar la importancia de los mensajes de manera automática, pero no conozco a nadie que lo use. No queremos delegar en un algoritmo la decisión de qué importa o qué no, qué apetece o qué no. Por eso era tan hermosa esa funcionalidad de Eudora, porque se basa en el respeto y en la libertad de ambas partes para decidir sobre eso.

Echo de menos una cierta convención acerca de cómo o cuándo usar cada uno de los canales, un acuerdo no escrito y una cierta educación acerca de lo que es urgente, importante o trivial. El tiempo de otro es un trozo de su vida, una propiedad privada que no puede invadirse sin permiso ni invitación, igual que su casa o su cuerpo.

Me pregunto si esto es algo que deberíamos tener más en cuenta quienes creamos productos digitales. Y apuesto a que estará en la agenda y en el zeitgeist de dentro de unos años, igual que ahora lo está la sostenibilidad o la diversidad. 

¿Tú qué opinas?

Fundido a gris

Estamos diseñando un mundo cada vez más en blanco y negro. En escala de grises, mejor dicho. Esa es la conclusión —te la enuncio con cierto sensacionalismo— de un estudio conducido por el Science Museum Group, sobre el color de 7000 objetos de uso cotidiano de 21 categorías diferentes, creados en el último siglo.

De la madera con adornos de latón de 1900 a los plásticos de los 90 y de los inyectados multicolor de los 60-70 a los aluminios —casi siempre impostados— de hace diez años. De la calidez al frío, de las superficies vivas a las geometrías muertas. Del producto que es per se, al que sólo contiene. Del mensaje al silencio.

Todos los coches son óvalos blancos, todas las tecnologías son rectángulos negros y todos los objetos son ya gris oscuro.

Cuando Bell lanzó el modelo 500 diseñado por Dreyfuss, el negro era el color del producto genérico, y de ahí se pasó a una plétora de color donde cada persona y cada ambiente encontraban su tono. La fórmula la repitió el Regency TR1, el primer transistor de bolsillo, y la copió, cincuenta años después, Apple con su iPod nano. 

Henry Ford decía que usted podía tener su Ford T en cualquier color mientras fuese negro. Y la historia rima, pues el Tesla más común se puede comprar en cualquier color, pero todos sabemos que mejor blanco.

Wall-e vivaz y colorido fue sustituido por Eva, blanca, negra y eléctrica, mientras los Swatch coloridos dejaban paso a los Watch negros.

Etore Sottsas le hizo una mamola a IBM cuando parió una máquina de escribir —la Olivetti Valentine—  de rojo intenso. Ríete tú del Ornamento y Delito de Loos. Ese manifiesto cambió la historia de la tecnología. Se la robó a las empresas y las oficinas para llevárselas a las personas, a las casas y a los parques. Apple volvió a hacerle lo mismo a IBM, con el iMac, cuarenta años después.

La historia del color en el diseño es la historia de cada generación, con un sentir, una vitalidad y unas ganas de ser y estar muy cambiantes. En nuestros objetos está nuestra pequeñez insegura o nuestra alegría infinita. Frente a unos nos postramos, cual monolito de Kubrik, y en otros proyectamos nuestra alma, llena de color y vida.

Mira en tus bolsillos, en tu muñeca, tu bolso o tu mesa... ¿Qué ves?

Tres satisfacciones

La radioafición, tal y como la practico, tiene tres momentos muy especiales que ocurren consecutivamente:

El primero se da cuando escucho la llamada de una estación de radio remota respecto a mi ubicación: Jordania, Zimbabwe o Islas Malvinas. Para que ocurra han confluido varios factores de forma muy efímera y hay que aprovecharlo. En esos momentos siento excitación ¿Seré capaz de contactar con esa persona?

La segunda satisfacción ocurre cuando logro hacerlo. Respondo a la llamada con mi indicativo y si mi señal se recibe bien, iniciamos un intercambio. A menudo la emoción hace que me cueste seguir el protocolo de conversación. Estoy trasladando mi voz hasta la otra punta del globo, sin intermediarios, con la energía de una bombilla y un alambre. El logro técnico es asombroso y me embriaga cada vez que ocurre. Me da igual que me lo expliquen cien veces, para mí sigue siendo magia.

Horas después, ya frente al ordenador, indago acerca de ese lugar remoto. ¿En qué aldea vive esa persona? ¿Dónde hace la compra? ¿Qué clase de bares hay allí? ¿Cómo son las calles? ¿A qué se dedican, de qué viven? ¿Cómo serán sus sábados por la tarde o sus lunes por la mañana? esa es la tercera satisfacción. Google Maps y Youtube me trasladan a lugares en los que muy probablemente nunca vaya a estar, pero donde tengo a un cómplice que, quizás sin saberlo, me ha abierto una ventanita a su mundo.

Cada una de esas lineas es un portal que va desde mi equipo de radio a otro lugar del mundo. Su apertura es esporádica, pero una vez que las he registrado, nunca terminan de cerrarse.

¿Nueva Bauhaus?

Nadie de nuestro tiempo sería capaz de imaginar lo demencial, lo absurdamente intenso, lo conmocionante que debió ser el siglo XVI para quienes lo vivieron. Nuestro concepto del mundo estaba desbordado, nuestros conocimientos científicos avanzaban mucho más rápido que nuestro entendimiento y, en mitad de ese aturdimiento, Europa se nos partía en dos a causa de la reforma luterana. Por si todo eso fuera poco, el imperio Otomano avanzaba voraz desde el este: se había desayunado Budapest y estaba a punto de almorzarse Viena mientras salivaba por el plato final: Roma y con ella occidente entero hasta chupetear las raíces.

Al lado de esos tiempos, nuestras crisis son un cuento infantil.

De aquel atolladero, de esa magnífica adversidad, la Europa mediterránea, nieta de Grecia y de Roma, hija del judío Jafudá Cresques y del cristiano Francisco de Asis, salió con un grito. Un alarido de esos que brotan de lo más hondo de la víscera, de esos que duelen porque arden: el Barroco.

Y todo cobró sentido de nuevo. Un sentido imparable.

El Barroco no fue decoración recargada; sería muy ignorante hacer esa lectura simplista. El Barroco era una actitud. Era poner la fuerza del corazón, el sentir, el alma al servicio de una búsqueda infinita de la belleza. En lo estético, sí, pero también en lo ético. El barroco era sensorial y emocional, era formal pero también esencial, siempre de lo pequeño a lo mayor.

El barroco era buscar encarecida y enconadamente lo que d’Ors definió como «la esencia eterna del momento».

Esa búsqueda estuvo en las sombras de Caravaggio, en la sensualidad de Bernini, en la noche oscura del alma Juan de la Cruz. Pero también en el propósito de Ignacio de Loyola, en la justicia de Bartolomé de las Casas, en la mirada de Kepler o entre los fogones de Teresa de Ávila.

Esa búsqueda era preguntarse…

 ¿Qué daría sentido a tu vida?

¿Y qué daría sentido a tu muerte?


Este año, la Comisión Europea ha propuesto la creación de la Nueva Bauhaus Europea, como una de las grandes iniciativas para sacarnos de la crisis actual y que Europa reformule un discurso propio. Su ideario es triple: sostenibilidad, estética y diversidad. Los medios para lograrlo: subvenciones y apoyo público a proyectos que, desde el diseño, cumplan con el ideario y lo demuestren públicamente.

 La Bauhaus fue algo necesario, útil y maravilloso. Ocurrió, sin embargo, en una Europa que no era la nuestra. Jamás habría agarrado aquí.

En esa década, la que va de 1909 a 1919 Adolf Loos —emulando a Lutero— proclamaba la muerte de la belleza en un manifiesto dilapidante, Le Corbusier denunciaba «lo decorativo» y Walter Gropius escribía el manifiesto fundacional de la Staatliches Bauhaus, donde el arte se fusionaría con la industria para democratizar una nueva estética más limpia y pura.

Al mismo tiempo, en Mallorca, Miquel Costa i Llobera escribía los versos más mediterráneos y más necesarios que conozco:

 Mon cor estima un arbre! Més vell que l’olivera

més poderós que el roure, més verd que el taronger,

conserva de ses fulles l’eterna primavera

i lluita amb les ventades que atupen la ribera,

que cruixen lo terrer.*

Ahí está, no busquemos más. La esencia entera del Barroco y de nuestra mediterraneidad en cuatro versos: una pelea interminable por lo bello, por lo bueno, por lo eterno. La dimensión insondable de la que hablaba Battiato.

¿Cómo podemos aceptar, teniendo estos versos entreverados con los genes, que la misión sea una Nueva Bauhaus? ¿Cómo podemos pasear por Cádiz, Barcelona, Florencia o Siracusa y querer ser Dessau o Weimar?

¿Por qué algo tan intrascendente, tan acomplejado? A santo de qué evocar algo magnífico y oportuno, sí, pero efímero y cuyo momento ya pasó?

Podemos aspirar a mucho más y más allá, desde la legitimidad de haberlo hecho cien veces antes. A más corazón en la mente y más eternidad en el momento.


Edificio de la Bauhaus en 1945, tras los bombardeos aliados.

Este artículo fue publicado originariamente en The Objective, en junio de 2021, bajo el título “La intrascendencia de una nueva Bauhaus”.

Diseño Dō

Suele ser después de cenar, cuando Jaume duerme y Jara está con sus cosas. No es todas las noches, sólo de vez en cuando. Lo propone Javi y me cuesta rechazar:

— ¿Vemos un episodio de Cowboy Bebop?

Es una serie de anime de finales de los 90 con una propuesta estética y conceptual muy peculiar: un futuro donde lo más moderno convive con lo tradicional, los hologramas con el jazz y los viajes interestelares con los animales de compañía. Hace unos meses era otra serie la que compartíamos: Neon Genesis Evangelion, algo más convencional dentro del anime de ciencia ficción, pero tremendamente interesante en la forma en que se proyectaban las interfaces del futuro desde 90.

Muchos de los que fuimos niños en los 80 compartíamos fascinación por Japón y esa mezcla de tradición y tecnología tan peculiar: las artes marciales, los relojes digitales con calculadora o, mejor aún, ¡juegos! Robots y walkies, equipos de sonido y cacharros teledirigidos: Alinco, Sony, Yaesu, Casio, Canon, Kyocera, Nintendo, Atari…

Esas marcas ejercían (y siguen ejerciendo) una fascinación en mí, un cosquilleo en las entrañas. En aquellos años yo ya había decidido ser diseñador de interacción, pero aún no lo sabía. 

Tampoco sabía que cuarenta años después me dedicaría a formar a quienes diseñarán las interacciones del presente y el futuro, en las teles, los relojes, los móviles y los coches. En lo sonoro y lo visual, lo táctil y lo cognitivo. Desde la reflexión al ejercicio y de la utilidad al deleite.

En septiembre vuelvo a impartir el Programa de Diseño de Interacción. Ya hemos publicado el dossier del programa y recibimos solicitudes.

Aunque mantiene la esencia de cuando empezó en 2007 (fue el primero en su clase y tema), el programa ha evolucionado mucho. Empezó siendo más técnico y cada vez es más intelectual.  No es así por capricho mío: quienes han dado el paso buscaban ganar solidez, solvencia y elevación intelectual. Más que oficio, profesión y más que mero ejercicio, liderazgo, ejemplo y reflexión.  

De nuevo Japón. Como un , el camino del diseño, une contemplación con entrega, estudio con ejercicio y fuerza con delicadeza. Puede ser repetitivo, meditativo, minimalista y contundente. Exige valores y persigue belleza.

Hay otras formas de entender una profesión (de profesar) pero ni a ti ni a mí nos interesan.