Jardines

Llevo días obsesionado con esta foto por culpa de Luis Pérez. Él me habló de Fernando Caruncho, una suerte de arquitecto paisajista que propone el jardín como espacio intermedio entre el hombre y la naturaleza, entre el paisaje y la arquitectura, entre dentro y fuera.

Cuenta Malik Bendjelloul que "las películas provocan que nos emocionemos con lo vivido por otros pero la música que lo hagamos con nuestras propias vivencias”. ¿Acaso no pasa lo mismo con algunos jardines tan propicios a la introspección?

Más allá de lo obvio, lo que más me seduce de las propuestas de Caruncho es la libertad de escala. Un jardín puede ser un pequeño pasillo abierto tras la casa o un viñedo, un patio delantero o un trigal. 

Me lo imagino trabajando con un lienzo como el valle que veo desde el refugio, manteniendo su belleza natural pero añadiendo, meditadamente, algunos (muy pocos) elementos al paisaje, como granos de sal en la boca.

Se queda

No. No voy a jubilarla. Lleva veinticinco años a mi lado y no. Es que no me da la gana. No la tiro. No. Se queda como está. Me ha acompañado en tantos momentos que no concibo, no imagino, no acepto desecharla. No es una opción.

Se rompió hace cosa de un mes. Creo que fue culpa mía, no estoy seguro. El metal del asa estaba ya roto y un golpe de calor fundió el plástico precisamente en la zona de la junta. Las juntas, siempre los puntos débiles ¿verdad? Fue como perder el reloj del abuelo, como fallarle a un hijo, como ver morir uno de los entes —porque no es animado, pero tiene entidad— más importantes de la casa. De mi vida.

Probé a repararla con pegamento extremo, de ese que se genera mezclando dos tubos diferentes y produce uniones más sólidas que el adamantio. No funcionó. Sometido a presión en casa, consideré tirarla y hasta me puse a ver modelos nuevos. A los pocos segundos tomé conciencia…

¿Pero qué estás haciendo, Javier?

Esa cafetera ha acompañado, cuando no hecho posibles, los momentos más serenos de mi vida. Me ha sido leal y fiel. ¿Qué clase de ser abyecto la desecharía sin más? Igual que no nos deshacemos de alguien porque pierde las piernas, no tiraré (ni sustituiré) mi cafetera. Al contrario, duplicaré los cuidados para que pueda seguir ejerciendo. Al fin y al cabo, sigue haciendo lo que vino a hacer. 

Dignidad, lealtad e integridad. La cafetera no se va.

Me ha pasado parecido con un boletín (newsletter, si lo prefieres) que manteníamos Jesús Terrés y yo hace cosa de diez años. Se llamaba Hombres de Bien y nos servía para desahogar la necesidad de contar ciertas cosas, de hablar de ciertas personas, de agradecer la existencia de ciertos artefactos. Allí escribíamos de whisky antes de que estuviera mal hacerlo, de lo que nos puede aportar un coche antes de que fuesen objetos cancelados, de valores como el trabajo, la amistad o la dignidad.

La web para suscribirse lo planteaba así de claro.

Hace más de ocho años que no mandamos nada nuevo desde allí. Tuvo su momento y, aunque siga teniendo cuatro mil personas suscritas, otras plataformas y otros formatos la han relegado. Mantenemos, eso sí, mucha de la esencia de HdB, tanto Jesús con sus Claves para entender como yo con estas cartas que recibes. 

Hoy nos ha escrito mailchimp para decirnos que no la estamos usando, y que si no mandamos nada, mejor lo cierra… ¿Qué? ¿Que la va a cerrar? ¿QUUUUUEEEEEÉ?

No. No se cierra. No es una opción.

Quizás no mandemos nunca nada más desde ahí. Quizás la guardemos en un cajón. Puede ser. Pero será como cuidar de un coche clásico: ya no se usa, pero se conserva, se le arranca el motor cada cierto tiempo, se le hidratan los plásticos, se le da una vuelta algún domingo… Merece una existencia digna no por lo que hace sino por lo que hizo y por la integridad de haberse mantenido ahí hasta ahora. Tras años adaptándose el artefacto a nuestras vidas, ahora nosotros nos adaptamos un poquito a la suya.

Te pareceré un sentimental o un acumulador de trastos. No me importa. Mi convicción es fuerte: el objeto llega a tener espíritu precisamente cuando no sólo materializa la función sino que además encarna (sí, en su carne) la dignidad del servicio a lo largo de los años, las intenciones de quienes le dieron vida creándolo y usándolo. 

Esa cafetera registra, en su integridad ajada, en sus arañazos y sus grietas, la vida de quienes le hemos dado uso.

La cafetera se queda.

Señales

Google Maps está tratando de mandarme un mensaje. Cada vez que lo abro, en lugar de situar el mapa en mi ubicación actual o en mi domicilio,  lo hace en un lugar aleatorio de la península:

Villar del Rey en Badajoz, Tobes en Guadalajara, Santa Eulalia de Jaen, Almazul en Soria…

¿Qué quieres, Google Maps? ¿Qué tratas de decirme? 

Veo pocos patrones en esa selección. El único obvio es que casi siempre se trata de pueblos pequeños en entornos rurales. Muchos despoblados. No puedo evitarlo, paso a Street View y miro cómo son esas carreteras, me veo en ellas. Las imagenes que me da Google Maps están tomadas casi siempre en verano, con sol cenital y mucha luz. Pero yo me imagino transitando esos lugares una tarde invernal de domingo y luz azul escasa, casi de noche.
 

 Lo he hecho muchas veces, he ido a recorrer esos lugares con el coche, a forzar esa sensación de soledad. Algo de luz pero no mucha, algo de frío pero no demasiado, algo de presencia humana, en realidad apenas ninguna. Acabo, casi siempre, metiendo el coche por caminos en los que no me podría rescatar la grúa si pinchase o rompiese algo. Si tal cosa ocurriese, sin cobertura y casi a oscuras,  tendría que buscar la primera luz tras un cristal, el primer indicio de calor humano.

Cuantas más gentes de ideas utilitarias existan, más aumentará la población urbana y más disminuirá la población rural.

Julio Caro Baroja, “Del campo y sus problemas”, 1966

José Manuel Navia, el fotógrafo que tomó las dos imágenes anteriores, estuvo en el Instituto hace dos días. Tomamos café y hablamos de lo que estamos haciendo estos meses, del orgullo que siento de que hayamos arrancado un programa sobre filosofía para creadores —él se licenció en filosofía— precisamente el mes en que el Gobierno retira la filosofía de los institutos. Pero no del nuestro, maldita sea ¡No del nuestro!

Navia impartirá un programa técnico sobre fotografía documental. Será en primavera y, aunque no está aún anunciado, no me lo puedo callar porque lo siento inevitable. Contar y hacer son estados simultáneos del acto de crear y necesitamos ponerlos al servicio de lo que más importa.


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Llegaron "Me acuerdos" hermosísimos. Tengo que sortear el libro de Perec entre quienes se animaron a contribuir. No me olvido. Será pronto.

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Vuelvo a abrir Google Maps y aparezco en las coordenadas 39°07’48.1" Norte y 2°09’48.3” Este.

Está claro, es una señal.

Nos acordamos

Me acuerdo de mi padre leyendo el Marca a mediodía en la imprenta que había enfrente de casa.

Hellín, RTI

 

Me acuerdo de las tardes en la trastienda de la librería de mi madre.

Lugo, ALG

 

Me acuerdo de una mañana soleada en el jardín de mi abuela jugando a cocinitas con hojas y tierra. Y de cómo me molestaban los restos que se acumulaban en el dobladillo hecho burdamente por mi madre para ajustar los vaqueros que heredaba (inexorablemente) de mi hermano. 

Chiari (BS - Italia), ACS

 

Me acuerdo de mis abuelos jugando al scrabble cada tarde durante años junto a su enciclopedia.

Salamanca, MCB

 

Me acuerdo de los veranos que pasaba en la playa con mis abuelos. Los viernes venía mi madre y siempre me traía un cómic nuevo de Mortadelo y Filemón, Zipi y Zape o 13 Rue del Percebe.

Madrid, IAC

 

Me acuerdo de mi madre cantándome nanas, pero más que su voz, lo que persiste en mi memoria es la vibración de su pecho y su calor.

DHM

 

Me acuerdo de las escaleras en donde jugaba a Dungeons and Dragons todos los días del verano de 1987.

Zaragoza, EPG

 

Me acuerdo de aquellas increíbles tardes de verano jugando en el pueblo con primos y amigos a las chapas, bien partidos de fútbol o etapas de ciclismo.

Sotillo de la Adrada (Ávila), ERS

 

Me acuerdo de una camiseta amarilla que tenía con 7 años. En ella había un pez en el centro relleno de agua; me pasaba horas apretando el pez y observando las burbujas moverse.

Galicia, SHA

 

Me acuerdo de los globos de agua que, mi hermano y yo, tirábamos al balcón de los "chuchos" del 3º.

Vigo, AAI

 

Me acuerdo del dibujo del rey León que hizo mi padre para la carátula de mi primer cassette.

Gerona, CCR

Me acuerdo de la deliciosa aunque estéticamente no apetecible sopa de verduras que servían diariamente en la cantina de la facultad de arquitectura.

Oporto, SUN

 

Me acuerdo del helado de pétalos de rosa que probé un verano.

Asturias, IDM

 

Me acuerdo del globo rosa que se me explotó en una tarde de primavera en el parque de El Retiro. Mi hermano me regaló el suyo azul.

Madrid, VBB

 

Me acuerdo del frío chapuzón con mi tío Paco de cualquier sábado a la tarde en un pequeño rio de ALAVA para pescar truchas a mano para la cena de unas horas después.

Vitoria-Gasteiz, JJB

 

Me acuerdo del calentón de leña en la casa de mis padres.

Ciudad Juárez, JM

 

Me acuerdo del sonido de los esquís deslizando sobre la nieve recién caída. Al fondo el silencio de la naturaleza. 

Valgrande-Pajares (Asturias), AMS

 

Me acuerdo de la escolopendra que vimos un verano en el baño del cortijo de mi abuela.

Algodonales, PRF

 

Me acuerdo de las paredes aún grises cemento. Era el cumpleaños de mi hermana y las velas estaban sobre una Contesa.

DF

 

Me acuerdo de los cómics Marvel (en blanco y negro) que mi padre traía cada viernes a casa el año de mi verano en cama.

Villameca (León), IRGL

 

Me acuerdo del termómetro puesto en el patio de mi abuela, bajo el sol extremeño de Agosto, para ver si ya podía salir con la bicicleta.

Medina de las Torres, JCG

 

Me acuerdo de mis dos tortugas, y del día que las liberamos en la cantera del pueblo.

Madrid, JBM

 

Me acuerdo del olor al entrar al quirófano con cuatro años. Recuerdo las luces en la cara, una máscara… y ya se corta el recuerdo. 

Cuenca, GOM

 

Me acuerdo de ver a mi abuelo encendiendo las brasas en el corral de su casa, a través de un ventanuco, en invierno porque aún no tenían calefacción. 

Los Cerralbos (Toledo), AMF

 

Me acuerdo de los perros que guardaban el callejón de la casa de mi abuela.

Navaluenga, MSM

 

Me acuerdo de la cuesta empedrada que llegaba hasta la placeta de San José donde vivía mi abuela.

Granada, CCJ

 

Me acuerdo de la sensación del viento en la cara mientras me columpiaba bajo la higuera del jardín de casa. 

Cantabria, AHPV

 

Me acuerdo de bajar al mercado del pueblo en el Citroen Tiburon de mi abuelo.

Pereiro de Aguiar (Orense), MMF

 

Me acuerdo del sonido del reloj de pared de casa de mis tíos.

Madrid, MGR

 

Me acuerdo del Adagio de Albinoni al final de la película Gallipoli, abrazada a mi abuela en el sofá y llorando las dos.

Torrelavega, LDB

 

Me acuerdo de mi madre pidiéndose "un bitter" en el bar del pueblo.

Bernardos (Segovia), MJA

 

Me acuerdo de la instrucción para hacer que en el ZX Spectrum sonara un pitido cada vez que se pulsara una tecla de ese teclado de goma: POKE 23609,255.

ARP

 

Me acuerdo del olor a hierba recién cortada al subir la cuesta al cole a primera hora de la mañana. 

San Sebastián, MJL

 

Me acuerdo de un abrazo largo, interminable, eterno,  en una escalera en vondelpark, donde todo cambió y todo empezó.

Amsterdam, PQF

 

Me acuerdo de la sensación de la bolsa de agua caliente y el peso de las mantas en los fríos inviernos de Castilla la Mancha.

Atalaya del Cañavate, RSS

 

Me acuerdo de la luz turquesa reflejada en las paredes de una cueva marina.

Polignano a Mare (Italia), LSD

 

Me acuerdo de una comida en casa de mi madre este verano, en la terraza mirando al mar, mi hermano y yo hablando de los dibujos que veíamos de niños nos vinimos arriba y cantamos todas las canciones que recordábamos. Me reí tanto que me dolía la barriga y lloraba de la risa.

Luanco, LGI

 

Me acuerdo del día que el camarero del Derby nos llamó la atención por besarnos. «Esto es un sitio decente», dijo.

A Coruña, JJ

 

Me acuerdo del sonido estridente pero armónico que hacía el primer módem con el que me conecté a Internet. 

Pamplona, AVG

 

Me acuerdo de los yogures de limón, calientes por el sol, que comía de pequeño en la playa de Ondarreta.

San Sebastián, JEA 

 

Me acuerdo de aquel beso nocturno, bajo un paraguas mientras llovía a mares. Era un beso prohibido y aquello hizo que no se repitiera y que se grabara en mi memoria. 

 

Valencia, DSV

 

Me acuerdo del olor a bizcocho recién hecho al entrar en casa de mi abuela paterna.

Castalla, RGLL

 

Me acuerdo de, con la ayuda de mi padre, meter el brazo en un fango negro arenoso en el antiguo puerto de Dénia y alucinar cuando mi mano encontraba berberechos.

Xàbia, CPP

 

Me acuerdo del olor a conejos, gallinas y naturaleza, en la modesta granja que mi abuelo cuidaba con tanto amor.

La Nueva-Asturias, AG

 

Me acuerdo de las truchas pasando entre mis pies cuando me bañaba en el río.

Rascafría, OMN

 

Me acuerdo del chirrido de la tiza sobre la pizarra verde del colegio.

Madrid, AM

 

Me acuerdo de las tardes de invierno al sol del mirador de mi abuela, jugando con ella a las cartas en una mesa camilla.

Soria, KV

 

Me acuerdo del sonido de la puerta y del olor a polvo de la buhardilla de casa de mis abuelos.

Poilhes, GG

 

Me acuerdo de los cuenquitos de colores con forma de hoja donde nos ponían la fruta cortada en la casa de Punta Umbría.

GBM

 

Me acuerdo del juego de la rana, verde, de hierro, con la boca abierta esperando el lanzamiento perfecto.

IB
 

Me acuerdo del olor de la piel de las mandarinas al echarlas al fuego en las noches frías de Navidad.

Huesca, MLL

Me acuerdo de que mi abuelo cuando venía de vacaciones llevaba en el bolsillo bacalao salado porque en el norte no te ponían tapa con el vino.
FMF

Me acuerdo de mi padre leyendo el Marca a mediodía en la imprenta que había enfrente de casa.
Hellín, RTI

Me acuerdo de romper, con mi primo, las almendras con un mazo en el patio de la casa de mi abuela.
Playa de Oliva, P.A.

· · ·

Gracias, de corazón, a quienes habéis participado.

 

Me acuerdo

Lo he visto ahí al solecito y no he podido evitar volver a hojearlo. Es un libro precioso, como todos los de Georges Perec, que no se comporta como sería normal, haciéndote pensar en las vivencias de otros; igual que hace la música, este libro provoca que mires hacia adentro, que reflexiones sobre tu propia vida.

En “Me acuerdo”, Pérec enumera recuerdos de su pasado sin orden, sin intención, sin tratar de demostrar nada. Te dejo tres ejemplos elegidos al tuntún:

Me acuerdo de que mi tío tenía un 2CV con matrícula 7070 RL2

Me acuerdo de que un amigo de mi primo Henri se pasaba el día entero en bata cuando estaba preparando sus exámenes.

Me acuerdo de un aperitivo que se llamaba “le Bonal”.

Siempre que llevo media docena leídos, empiezo a hacer ese mismo ejercicio casi sin querer, a acordarme del estampado de los sillones de nuestra casa en Barcelona, de una tarde lluviosa en que mi madre se tomaba un café con las amigas mientras yo me aburría o de los cómics de Spiderman que había en una casa que alquilamos una Navidad. ¡Maldito Perec, me está manipulando la mente desde una tumba del cementerio de Père Lachaise de París!

Hace muchos años, a mis alumnos de diseño les hacía leer “Tentativa de agotamiento de un espacio parisino”, donde Perec hace algo parecido: describe, sin pretensión alguna, lo que ve pasar por delante suyo mientras está sentado en una terraza de París: un autobús, una señora con un perro, un vendedor ambulante, el mimo autobús de nuevo… Les pedía a los alumnos que hiciesen ese mismo registro, eligiendo ellos el lugar, como forma de entrenar la capacidad de observación, necesaria para entender la relación entre tarea y contexto de uso en diseño. En primavera repetiré Programa de Diseño de Interacción y creo que volveremos a hacer ese ejercicio.

Memoria y tecnología, qué poco se ayudan, ¿verdad? ¿De qué me vale tener 10 terabytes en el disco duro si no tengo herramientas para conservar mis propios recuerdos, o los de mis padres para que los puedan tener mis hijos?

Ayer te hablé de recuerdos con olor a queroseno y hoy vuelvo al tema porque este puñetero libro se me ha puesto por delante. ¿Quién lo habrá dejado fuera de la estantería? ¿Habrá sido mi yo inconsciente, tratando de provocar que aflore algo enterrado en mi memoria?

Hmmm...

Te propongo un juego, un pasatiempo, un entretenimiento: deja aquí un recuerdo que te venga a la cabeza sin pensar mucho, algo de una o dos líneas, sin reflexión; sólo la descripción, o ni siquiera eso, la enunciación de lo que recuerdas. Insisto, no más de dos lineas. Publicaré todas las que lleguen y seguro que sale algo entretenido, hasta un poquito voyeur. Te pediré una cosa más: cuando dejes tu “Me acuerdo…” fírmalo con tus iniciales y el lugar donde transcurrió el recuerdo, si es que lo ubicas. Debería quedar así:

Me acuerdo de los cómics de Spiderman que encontré en un piso que alquilamos una Navidad.
Barcelona, JCC

Cuando los hayamos compartido, sortearé una copia del libro de Perec entre las personas que participéis, que me apetece regalarlo.

Venga, dale los comentarios y déjanos a todos tu recuerdo.

Queroseno

Me deslumbra la luz al salir de la terminal, siento el viento en la cara y el silbido de los motores a lo lejos, ensanchándose a medida que me acerco a la rampa. Subo por la escalerilla mientras el olor afilado y metálico del queroseno lo impregna todo. Mis terminaciones sensoriales están saturadas; imposible hablar, pensar o sentir nada más que el momento presente. Cruzo el umbral y ¡flop! luz ténue, silencio —quizás música de ascensor—,  olor a cuero y tapicería limpia. 

Así era antes, ¿Te acuerdas?

Volar hace unos años era una experiencia memorable porque estaba cargada de sensaciones. Los fingers, esas estructuras móviles por las que nos inyectan a los aviones, eliminaron muchas de las sensaciones y casi destruyeron la emoción anticipatoria de volar.

La psicología lo explica muy bien: sólo recordamos lo que nos hace sentir. Las emociones sellan y almacenan la vivencia; el registro sensorial le pone la etiqueta. Por eso, cuando volvemos a percibir esos olores, esa luz o ese sabor, la mente se encarga de reconectar con la memoria: “relacionado con [queroseno], te puede interesar el viaje aquel a Malta en 1997”.

Ayer, sábado por la mañana, en la sala Morente, Máximo Gavete y un puñado de alumnos arrancaron un programa para que la filosofía ilumine (y pavimente) caminos buenos para crear. ¿Será diferente su recuerdo, dentro de unos años, del que almacenen quienes se forman por las tardes? La luz no es la misma, los sonidos no son los mismos y ese vino blanco cuando se acerca la hora de comer también es distinto. 

Este jueves será jornada de Sede Abierta para que puedas conocer, si no has estado, la sede y el proyecto del Instituto Tramontana. Por la tarde, Daniel Ruiz y Belén Temprado, profesionales de referencia, antiguos alumnos y profesores del Programa de Iniciación, nos contarán cómo es el día a día trabajando en diseño digital. Tanto si quieres empezar carrera en diseño como si estás pensando en formarte en aspectos más avanzados o de dirección (o si quieres cotillear) estás invitado

El jueves pasado volé a Mallorca para un asunto familiar. Desayuno en Madrid, comida frente al mar y cena de nuevo en casa. Eché de menos el viento en la cara a pie de pista y el olor a queroseno. La mascarilla se había aliado con el finger para matar el registro sensorial, las evocaciones y lo poco de emocionante que le queda a volar en avión.

Al día siguiente me tocaba visita al médico para revisión y puesta a punto. “¿Cuándo fue tu último análisis de sangre?” me preguntó. Lo recordaba vagamente y respondí dubitativo “Hmmm… ¿el año pasado? No, espera, ¿hace cinco?”. Mientras rebuscaba en mi memoria, tratando de hallar un recuerdo al que ese evento se pudiese anclar, el médico me sacó de la duda mientras señalaba la pantalla: “hace tres años, Javier, lo tengo aquí”.

Excusé mi mala memoria achacándola a la pérdida de la noción del tiempo que nos ha causado la pandemia. Pero me quedé pensando… Es posible que ese desbarajuste memorístico que tenemos se deba a los “tiempos extraños” de la pandemia, claro, pero ¿Habrá más motivos?

Llevamos dos años con mascarillas puestas, filtrando todo el aire que inhalamos; algunos incluso con el olfato alterado o reducido por el Covid. Dos años almacenando recuerdos de forma incompleta, con mucho menos registro olfativo, que es precisamente el más evocador de todos los sentidos, el más capaz de etiquetar, relacionar y reflotar recuerdos. ¿Habremos recordado menos —porque hemos olido menos— durante este tiempo? ¿Recordaremos menos lo que hemos vivido en estos dos años?

La idea de tener un tramo de vida sin apenas olores me aterra. Se me hace como una película en la que algunas escenas tuviesen el sonido mal o la imagen dañada. No he leído nada acerca de esto; quizás mis preguntas sean absurdas y el siguiente análisis de sangre revele mis delirios. Mientras tanto, he decidido creerme la hipótesis y pegar muy fuerte la nariz a cada momento relevante, como si fuera posible compensar este desaguisado.

Las bandas estaban abiertas

Hay momentos en los que las ondas de radio viajan mucho más lejos y de formas libres y caprichosas. Se sabe que influye la radiación solar, lo cargada que esté la ionosfera y hasta las condiciones meteorológicas, pero no deja de tener cierto misterio.

Hoy era uno de esos días y he podido hablar con Sergei (R3XE), que vive al norte de Moscú, emitiendo los dos con menos potencia que la que consume una bombilla.

En argot de radioaficionado, hoy las bandas estaban abiertas.

Predecimos las condiciones de propagación de forma parecida a como se predecía el tiempo hace cien años: de forma tosca, poco acertada y aceptando con naturalidad el misterio en lo que se nos escapa.

La serendipia llega al punto de que hay bandas (tramos del espectro) que cuando se “abren” pueden dejar entrar ciertas ondas en un lugar del globo y soltarlas en otro, sin que se las reciba por el camino, como si entrasen por un portal a otra dimensión y fueran expulsadas por otro de vuelta. Para que lo visualices: alguien emite un mensaje desde Morata de Tajuña y otra persona lo recibe en Wakanui, Nueva Zelanda. Siete minutos después, esa banda se cierra y la comunicación vuelve a ser imposible. Nadie sabe cuando volverá a abrirse o qué lugares comunicará la siguente vez.

Los radioaficionados son, por lo general, de mente técnica. No es mi caso. Siendo un ignorante de lo físico y lo eléctrico, prefiero disfrutar del misterio, de esa belleza fortuita que imagino como rompimientos de gloria en lo radioeléctrico. Me decanto por ver en ello la mano de Dios.

Dicen que los ciclos solares son de once años y que acaba de terminar uno muy malo, que el que empieza promete ser bueno y tendremos más momentos así. 

Quién sabe, quizás se abran también las bandas del diseño, que lleva demasiado tiempo pendiente de las mismas ideas y mirando a los mismos lugares. Y quizás, cuando ocurra, sepamos tejer más conexiones con otras ideas, momentos y lugares.

El Barroquismo

Yo lo llamo felicidad intelectual. Diría que pasa una vez cada dos o tres años. Y cuando ocurre sientes como si te hubieses pasado una pantalla, como si de golpe tuvieras una nueva habilidad que aplicar a casi todo. Hablo de la sensación de leer un libro que te revela algo, un punto de vista o un conocimiento que te cambia la manera de verlo todo, hacia adelante y hacia atrás.

La última vez que recuerdo esa sensación fue con Lo Barroco, de Eugeni d’Ors. Transcribí algunas notas y mi síntesis del libro aquí, en dos posts que titulé “Lo barroco según Eugeni d’Ors” y “Clasicismo versus barroco”. Además, empleé su modelo para enfocar algunas clases de estética en el Instituto Tramontana y debo decir que el enfoque tuvo muy buena acogida.

El barroquismo, de Antonio Igual Úbeda, una actitud completamente actual.

Hace un par de meses me hice con este otro librito de los años 40, de una colección de divulgación de Seix Barral, titulado El Barroquismo. Lo hice a ciegas y curioso por saber cómo el autor decídia plantearlo: si fijándose en el movimiento estético del XVII o de una forma más transversal. Y así fue. El autor (el insigne Antonio Igual Úbeda), proponía, en poquitas páginas, lo barroco como una actitud vital y narrativa, por oposición a “lo clásico”. Ya al final descubre lo que yo levaba todo el libro intuyendo y se declara d’orsiano convencido. 

Dejo por aquí mis subrayados —el libro está descatalogadísimo y no creo que queden por ahí muchas copias— con la intención de que revelen al menos un poquito de lo que me revelaron a mí:

El Renacimiento afirma con absoluta certeza su seguridad en la vida; el barroco vuelve a considerar la duda acerca del sentido de la vida, el temor a no llegar, la predestinación, pero también la lucha, la pugna, el sentido de inquietud, de insatisfacción, de protesta, que acaba provocando la Contrarreforma, la reacción contra las conclusiones a que había llegado el frío examen de la razón.

Por ello, el barroco es el arte de lo mudable y pasajero, de un acontecer que en su fluir continuo no acaba de cristalizar en fórmulas definitivas.

Tales circunstancias han sido aprovechadas para contraponer el mito de Dionisios al de Apolo; ambos vienen a significar un sentido barroco y clásico, respectivamente, por lo cual, lo apolíneo o clásico se opone, en cierta manera, a lo dionisíaco o barroco.

En la composición clásica predomina la forma cerrada, conclusa, concluida, como si cada obra de arte fuera un silogismo sin conexión con todo lo demás; por el contrario, el barroco presenta la forma abierta, alusión constante a la múltiple variedad de la vida, de la cual el Arte es una manifestación más.

Cuando un pintor clásico representa la escena del Calvario, sitúa en el centro la cruz, perfectamente vertical, y el grupo de mujeres abajo; un pintor barroco, Rubens, por ejemplo, pinta la cruz en sentido diagonal, en el instante de ser plantada sobre su base, y una serie de personajes que se mueven en todas direcciones.

Es porque en el barroco lo fundamental ya no es la forma aislada, sino el conjunto y todos, los elementos que constituyen el cuadro se hallan al servicio de la representación total.

Prescindiendo de otras manifestaciones discutibles del barroquismo en el arte de Egipto y de Mesopotamia, un estilo barroco claramente definido se presenta en la última época de la historia griega, con el nombre de período helenistico. Florecen entonces numerosos hombres de ciencias y de letras, que unen a su sabiduría un estilo recargado y pedante; el matemático Euclides definla Geometría, y Arquímedes descubre el peso específico de los cuerpos; el Arte es ampuloso, dinámico y brillante, como en el famoso grupo del Laocoonte que sirvió de modelo a muchos escultores barrocos, y en el friso del altar de Zeus, en Pérgamo, donde se desarrolla la más agitada lucha entre mitológicos gigantes.

La escultura barroca se contrapone al clasicismo por cuanto prescinde de la línea, que en la plástica tridimensional se llama contorno.

El estatismo clásico no admitía en las esculturas más que una silueta determinada y, por lo tanto, un solo punto de vista; por eso el clasicismo es el arte del relieve, y las esculturas parece como si no se decidiesen a quedarse totalmente rodeadas de espacio. En cambio el escultor barroco, en busca de infinito, proporciona innumerables puntos de vista al espectador, que desde cualquiera de ellos puede observar algún aspecto elocuente de la obra; de ahí su retorcimiento, la intención de serpentina, de espiral, de línea ondulada que adquieren la cabeza, el tronco y las extremidades, acompañado a veces por los rebeldes cabellos revueltos y por los agitados ropajes; ropajes que no suelen cubrir, sino descubrir las figuras, conservadoras del paganismo, del culto a un desnudo no siempre casto ahora.

La esencia del barroquismo se vincula a la vida peninsular, como nacidas la una para la otra.

La apetencia de infinito que trajo la época de los grandes descubrimientos sigue durante el seiscientos el impulso adquirido.

“Es belleza tener algo de feo”, decía Argensola; y Jeronimo de Cáncer extremaba el concepto, diciendo: “también en lo horrible hay hermosura”.

486

Microhobby, PC Manía, PC Actual, Net Magazine… Si te suenan esos nombres, seguro que pasaste tardes cacharreando para instalar una unidad de CD Rom 4x que habías comprado en una tienda Jump. Y probablemente diste saltitos de alegría cuando tu Netscape se iba conectando a las direcciones web que aparecían reseñadas en las revistas. ¿Te acuerdas de los folletos de componentes? ¿Te pasabas el día calculando el coste de tu ordenador soñado?

Nuestros antepasados debieron de vivir algo parecido cuando la radiotelefonía sin hilos (la radio, vamos) empezaba a popularizarse: un hobby técnico, dispositivos caros, mercado de piezas y publicaciones con anuncios de tiendas especializadas.

Tengo desde hace años este librito por casa y ayer reparé en toda la publicidad que incluye al inicio y al final, en los listados de emisoras y en algunas sugerencias de configuraciones:


Ambas aficiones están separadas por más de setenta años y sin embargo, las dos nos abrieron un portal a mundos asombrosos y desconocidos, universos nuevos de los que ser parte y en cuya construcción participábamos.

Qué bella, intensa y poderosa sensación; no creo que mi generación vuelva a sentirla más.

Algo que custodiar

“He leído el libro que ustedes publicaron y quiero que custodie algo por mí.” 

Sonó al otro lado del auricular un día de 2004 y me dejó intrigadísimo. En la conversación se presentó, pero prefirió no contarme qué era eso tan preciado para él que quería que yo conservase.

Unos meses antes, en enero de 2003, yo firmaba un capítulo en el que fue el primer libro sobre experiencia de usuario en castellano. Se titulaba, precisamente, “La experiencia del usuario” y Anaya decidió publicarlo con la peor portada posible. El mote que recibió era previsible: el libro del pie.

Mi parte del libro comparaba los inicios de la radio, sus dispositivos, usuarios y contenidos, con los inicios de internet desde esos mismos ángulos. Se titulaba “Diales y ratones, la madurez de la experiencia de usuario”. Entre lo horrendo de la portada y que en la profesión éramos cuatro gatos, el libro no llegó muy lejos. ¿Cómo se explicaba que un señor mayor de Zaragoza hubiese leído mi capítulo y quisiera contactarme?

Ese señor era el padre de nuestra difunta y recordada Mari Carmen Marcos, una profesional y académica de la arquitectura de la información  muy activa y prolífica, con quien yo había colaborado dando clases en la UPF y guardaba muy buena relación profesional. De alguna manera, su padre se había hecho con la copia del libro de Mari Carmen y mi capítulo le llegó por varios motivos.

Tenía que ir a Zaragoza a conocerle y a recibir lo que fuese que iba a entregarme. No tardé.

Hacía sol y el padre de Mari Carmen estaba metiendo cosas en el maletero de su coche junto a su familia, preparando un viaje de fin de semana. Dejó los trastos a medio meter, algunos en el suelo, y me llevó a un apartado, como quien quiere contar una confidencia muy importante.

“Mi familia no entiende que guarde estas cosas, pero para mí son importantes. Cuando leí tu capítulo vi que tú lo entenderías y por eso es mejor que las tengas tú; tú sabrás conservarlas.”

Entramos a la casa y se me adelantó desapareciendo por el pasillo. Volvió con una caja de cartón en la que había dos walki-talkies y una radio de transistores. La radio era antigua, de los 60, con su plástico dorado y blanco. Los walkies algo más recientes, pero llenos de abolladuras y rasguños, muy gastados.

Y entonces empezó a contarme, con la solemnidad de quien se sabe partícipe de algo grande, la historia de esos aparatos.

“Yo he trabajado toda mi vida en la Telefónica, ya sabes, una vida entera dedicada a la empresa. He visto nacer los móviles, internet…. Pero lo más grande que yo he hecho allí fue instalar el tendido de la primera línea que cruzaba la península, de norte a sur, sin pasar por ninguna centralita humana. Un cable entero de Tarifa a Irún. Lo hicimos nosotros, subiendo a cada poste y tendiendo hilo, metro a metro. Esta es la pareja de Walkies que usábamos en mi cuadrilla. No valen nada en el mercado, pero yo sé para lo que sirvieron y para mí tienen mucho valor. Tenlos tú, que sabras apreciarlos”

Me temblaba el pulso sosteniendo la caja, se me había secado la boca y sólo sabía decir “gracias”. Me sentía un poco impostor, como si estuviese engañando a alguien para llevarme una reliquia que debería estar en un museo. Quise preguntarle algo acerca de aquella hazaña de la historia de las infraestructuras cuando empezó a contarme la segunda historia:

“Y este transistor… Tiene menos valor, o digamos que lo tiene, pero personal. Mira, hijo, yo hice la mili a bordo de un portahelicópteros y aquello fueron muchas guardias en alta mar, vigilando ya me dirás tú qué, porque quién iba a atacarnos ¿no?, pero ahí estaba yo noche tras noche. Este transistor me salvó la vida, me dio compañía y me hizo más llevadera la distancia ¿Cómo no vas a cogerle cariño a un aparato que te da tanto?”

De nuevo, me invadió la sensación de estar expoliando, de llevarme parte de la herencia de esa familia, un objeto valiosísimo, como si me estuviese llevando a casa un trozo del pasado de ese hombre. Miré alrededor, buscando aprobación de su mujer y de su hija. Estaban allí, en segundo plano, sonriendo, felices de que aquel hombre hubiese dado con la horma de su zapato, con alguien que entendía y valoraba esas historias de las que ellas estarían ya aburridas. Y continuó:

“Fíjate que la funda de piel del transistor es muy tosca. La hice con un trozo del cuero que se usaba para proteger los rotores de los helicópteros. Sólo tenía una navaja, pero como me sobraba tiempo pues me puse ahí, poco a poco, a hacerla. ¿No quedó mal, verdad?”

¿Mal? Aquello era sobrecogedor. La funda estaba perfecta pero es que el simple ejercicio de haberla hecho ya transmitía un cariño hacia el aparato que yo no había visto antes. Era inevitable imaginarselo pasando noches en cubierta, en alta mar, quizás en mitad del Atlántico, trabajando con su navaja mientras escuchaba algún programa nocturno.

Pasé el trayecto de vuelta a Madrid en silencio, evocando la vivencia de aquel hombre, tantas noches en el mar y días en el campo, yendo de poste en poste, cada cincuenta metros. Pensé mucho en el compromiso de cuidar esos aparatos y contar la historia que les daba sentido.

Nos habíamos juntado dos sentimentales que amaban la radio de maneras parecidas. Lo recuerdo como una especie de entrega de testigo y le estoy muy agradecido a Mari Carmen Marcos por haber propiciado algo así, fuese o no voluntario.

Mañana tanto los walki-talkies como la radio estarán expuestos en el Instituto Tramontana. No son grandes ejemplos de diseño ni hitos tecnológicos, pero testimonian algo bello: la relación de afecto que podemos tener con ciertos artefactos, la manera en que nos hacen sentir cuando los usamos y cuando, a través de su mera posesión, recordamos esa vivencia pasada.