“Diseño ¿Para qué?” de Jens Bernsen. O mejor dicho, diseño, ¿por qué no?, pensé yo. ¿Qué encerraban esas páginas? ¿Qué era ese objeto con forma de armadillo espacial? En mi mundo no existían libros como ese. Y yo quería viajar al mundo de ese libro. Me llevé la mano al bolsillo pero sólo había pipas de girasol sin tostar, los restos de la merienda.
Ese libro y yo nos habíamos declarado amor, pero era una historia imposible. No recuerdo lo que costaba pero seguro que superaba la asignación semanal y además no estábamos a principios de semana, con lo que sólo me quedaba resignarme… ¿O no? En cuestión de segundos mi cerebro se puso a buscar caminos no para conseguir el dinero, sino para conseguir poseer aquel libro. Y los encontró. Me hice la pregunta que necesitaba hacerme. Si robar para saciar el hambre es aceptable, ¿Estaba mal robar para saciar el apetito de conocimiento?
Debí de pasar por delante del stand de esa librería unas cinco o seis veces, dudando, enfrentándome al dilema, evaluando opciones, maniobras, vías de escape y consecuencias. ¿Y si me pillaban? ¿Avisarían a Fray Riera, el responsable del internado? ¿Me expulsarían? ¿Habría merecido la pena?
Recuerdo la adrenalina y los pasos acelerados, alejándome sin mirar por si girar la cabeza me delatase. Lo había hecho, había robado un libro. No cualquier libro, el que más deseable, interesante y maravilloso del mundo. Uno que hablaba del futuro, de tecnología y lugares muy diferentes de mi internado franciscano ¡Hablaba de diseño!
Pasaron los años y me olvidé del libro y del diseño. Empecé Ciencias Políticas y Sociología sin pensar más que en las ciencias sociales y no fue hasta tercer que fui derivando hacia el diseño de nuevo. Con el tiempo, el diseño se convirtió en mi profesión, pero nunca me vino a la cabeza ese libro ni mi interés adolescente por el tema; era como si ese libro y el pecado adolescente que lo puso en mis manos no hubiese sucedido nunca.
Años después, en una visita a mi Madre me puse a rebuscar libros de juventud que llevarme a Madrid. Y allí estaba entre uno de cuentos de Ray Bradbury y algo de Asimov. Lo releí, de pie (es breve), de una vez, y me pareció que para ser de 1989 no podía ser más actual. Me dejó pensativo y sonriente, preguntándome si realmente esa fue la semilla que me convirtió en diseñador, dudando de nuevo sobre si hice bien o no robándolo, pero sintiéndome feliz de haber unido esos puntos.
No recuerdo el nombre de la librería dueña de ese stand (dudo que me fijase siquiera aquel día) pero desde luego me haría muy feliz poder saberlo. Iría a pagar mi deuda, a disculparme y a agradecerles que aunque muy probablemente me viesen, decidiesen dejar que ese muchacho se llevase el libro aquel que le tenía embelesado.