El cielo se convulsiona
Cuando un pintor anterior al renacimiento representa un milagro, el cielo, cuando más, se abre; cuando hace esto mismo un pintor barroco, el cielo se convulsiona.
Eugeni d’Ors en “Lo Barroco”.
Cuando un pintor anterior al renacimiento representa un milagro, el cielo, cuando más, se abre; cuando hace esto mismo un pintor barroco, el cielo se convulsiona.
Eugeni d’Ors en “Lo Barroco”.
Con algunos libros me pasa como con algunas películas: las tengo que volver a ver, a vivir, cada cierto tiempo. Uno de esos libros es Territorio Comanche, de Arturo Pérez-Reverte y del que se cumplen 25 años de su publicación. Lo curioso del asunto es que cada vez que he querido releerlo he tenido que volver a comprarlo porque había regalado mi copia anterior.
Hoy publican en Zenda una entrevista a José Luis Márquez, Márquez en la novela, el cámara aguerrido que hace tándem con el reportero Barlés, que como sabes si la has leído, es el propio Pérez-Reverte. Un tipo que ha estado con su cámara en todas las puñeteras guerras que he visto en la TV.
Me ha impresionado esa especie de serenidad, de tranquilidad que no le quita importancia a nada, pero que se guarda un poquito, que muestra Márquez en la entrevista. No es la primera vez que la noto en gente que cuenta cosas de la guerra.
Obvio es también el impacto que causa la imagen de Márquez, un Keith Richards de la guerra, un tío que viéndolo sabes que ha vivido el lado salvaje, aunque no sepas si ha sido en la calle, la guerra, la cárcel o qué otro infierno. Pérez-Reverte le dedica una paginaza en la que, además, habla del reloj que lleva Márquez en la muñeca (se ve en las otras fotos de la entrevista). Joer, bonita historia.
Hace poco estuvimos en Belchite y me acordé de Territorio Comanche y la guerra de Yugoslavia, de las imágenes de TV, los francotiradores, la destrucción progresiva de todo... Belchite se nos mostraba como lo que recordaba de Mostar, de Sarajevo o Vukovar, mismos agujeros de morterazos, mismas ruinas, misma historia.
Me hice, no hace mucho, con una antigua edición de “Lo Barroco”, del filósofo Eugeni d’Ors que empieza tremenda; en breve te cuento por qué. La edición es deliciosa y la estructura, compuesta por ensayos breves sobre esto y lo otro, actúa como un puzzle de piezas sueltas que poco a poco van uniéndose, construyendo una imagen general de lo que el autor quiere contar.
Quizás a sabiendas de ese efecto de puzzle —es un poco desconcertante al principio— y por mantener la motivación del lector durante todo el libro, d’Ors se marca un párrafo de esos que ya dan sentido a un libro entero:
Siempre que encontramos reunidas en un solo gesto varias intenciones contradictorias, el resultado estilístico pertenece a la categoría del Barroco. El espíritu barroco, para decirlo vulgarmente, “no sabe lo que quiere”. Quiere, a un tiempo mismo, el pro y el contra. Quiere —he aquí estas columnas, cuya estructura es una paradoja patética— gravitar y volar. Quiere —me acuerdo de cierto angelote, en cierta reja de cierta capilla de cierta iglesia de Salamanca— levantar el brazo y alzar la mano. Se aleja y se acerca en la espiral... Se ríe de las exigencias del principio de contradicción.
¡Qué interesante la visión de lo barroco de Eugenio d’Ors! Para él no se trata de un periodo cronológico en la historia del arte sino de un sistema de creencias, una forma de interpretar el mundo que, en mayor o menor medida, existe desde tiempos inmemoriales. Una actitud más que un estilo.
Esos equilibrios entre opuestos de los que habla D’Ors —que no son los términos medios, lugares de tedio y mediocridad, ojo— me resultan tremendamente seductores. Esos bailes entre la seriedad y el humor, lo cálido y lo frío, los análisis y las síntesis, los macroscopios, Apolo y Dionisio, como diría Tusquets… Esas espirales existen igual en fotografía, diseño, escritura, cocina o hasta en enología. Ahí está la verdadera evocación, lo que permea, lo que nos mueve.
Cuando terminé la enseñanza básica, mis padres, gente de clase media, me mandaron a estudiar a un prestigioso colegio religioso de Palma de Mallorca: el Sant Francesc. Debían de querer que no me desbaratase en los estudios o que se me pegase algo de los hijos de las élites locales, aunque nada de eso ocurrió. El caso es que el plan formativo que me habían diseñado venía con pensión completa en el internado del colegio; a saber, iba a vivir con una treintena de chavales entre los diez y los dieciocho años, en un convento franciscano del s. XIII, el mismo en el que estudiaron los evangelizadores de California (Fray Junípero Serra incluido).
El internado era de lunes a viernes: estudiábamos, comíamos y dormíamos en el mismo sitio: la tercera planta del convento, encima de la de los frailes, que iban con su hábito, su capucha y su cuerda a la cintura, como uno se imagina a los frailes franciscanos en su convento.
El tema da para contar mil historias, anécdotas casi todas divertidas vistas con distancia, y alguna no tanto, pero nada traumático. Sin embargo hoy no toca eso. Voy a lo que voy: el caso es que yo, un chaval en pleno desarrollo, con los músculos y los huesos a todo crecer, andaba siempre con hambre. Los franciscanos eran partidarios de la frugalidad en lo alimenticio; la de sus alumnos de sus alumnos, no la suya, por decirlo suavemente, y siempre andábamos con hambre. Andábamos caninos.
Los que sacaban notas decentes tenían derecho a salir un par de horas por la tarde a pasear por la ciudad. Yo aún era de esos. Se aprovechaba ese rato para ir a comprar un bocadillo con algo más de chicha que el que nos daban para merendar. El caso es que yo, con mis quinientas pesetas de asignación semanal, no solía tener para grandes fastos. En realidad el segundo día de la semana ya me había gastado todo el dinero en comida y andaba pobre el resto de la semana. Pobre y hambriento. Que sí, que podía pedir a mis padres, pero me daba apuro; suficiente costaba el colegio como para estar pidiendo más dinero. Total, que algunas semanas acababa matando el hambre con pipas de girasol que compraba a granel en una tienda de animales: medio kilo por cincuenta pesetas. Merendaba lo que los loros.
El hambre y la pobreza no lo eran sólo de alimento. Andaba con ganas de aprender cosas pero tampoco tenía dinero para libros. La biblioteca del colegio era impresionante, como de película, con sus incunables y sus estanterías centenarias, pero no tenía muchas cosas modernas. Así que me daba paseos por librerías y hojeaba libros todo el rato que podía hasta que empezaban a mirarme mal y continuaba con mi paseo.
Una primavera, más o menos por estas fechas, se celebraba en la Plaza España la feria del libro. Recuerdo que era una tarde soleada y que fui solo a darme un paseo por allí. Para mi era uno de los acontecimientos más interesantes del año. Miles de libros nuevos, de temas que ni podía imaginar que existiesen. Podía hojear durante horas sin sentirme presionado.
Paseando entre puestos lo vi, moderno, misterioso, anunciando algo seductor y desconocido, invitándome a hojearlo:
“Diseño ¿Para qué?” de Jens Bernsen. O mejor dicho, diseño, ¿por qué no?, pensé yo. ¿Qué encerraban esas páginas? ¿Qué era ese objeto con forma de armadillo espacial? En mi mundo no existían libros como ese. Y yo quería viajar al mundo de ese libro. Me llevé la mano al bolsillo pero sólo había pipas de girasol sin tostar, los restos de la merienda.
Ese libro y yo nos habíamos declarado amor, pero era una historia imposible. No recuerdo lo que costaba pero seguro que superaba la asignación semanal y además no estábamos a principios de semana, con lo que sólo me quedaba resignarme… ¿O no? En cuestión de segundos mi cerebro se puso a buscar caminos no para conseguir el dinero, sino para conseguir poseer aquel libro. Y los encontró. Me hice la pregunta que necesitaba hacerme. Si robar para saciar el hambre es aceptable, ¿Estaba mal robar para saciar el apetito de conocimiento?
Debí de pasar por delante del stand de esa librería unas cinco o seis veces, dudando, enfrentándome al dilema, evaluando opciones, maniobras, vías de escape y consecuencias. ¿Y si me pillaban? ¿Avisarían a Fray Riera, el responsable del internado? ¿Me expulsarían? ¿Habría merecido la pena?
Recuerdo la adrenalina y los pasos acelerados, alejándome sin mirar por si girar la cabeza me delatase. Lo había hecho, había robado un libro. No cualquier libro, el que más deseable, interesante y maravilloso del mundo. Uno que hablaba del futuro, de tecnología y lugares muy diferentes de mi internado franciscano ¡Hablaba de diseño!
Pasaron los años y me olvidé del libro y del diseño. Empecé Ciencias Políticas y Sociología sin pensar más que en las ciencias sociales y no fue hasta tercer que fui derivando hacia el diseño de nuevo. Con el tiempo, el diseño se convirtió en mi profesión, pero nunca me vino a la cabeza ese libro ni mi interés adolescente por el tema; era como si ese libro y el pecado adolescente que lo puso en mis manos no hubiese sucedido nunca.
Años después, en una visita a mi Madre me puse a rebuscar libros de juventud que llevarme a Madrid. Y allí estaba entre uno de cuentos de Ray Bradbury y algo de Asimov. Lo releí, de pie (es breve), de una vez, y me pareció que para ser de 1989 no podía ser más actual. Me dejó pensativo y sonriente, preguntándome si realmente esa fue la semilla que me convirtió en diseñador, dudando de nuevo sobre si hice bien o no robándolo, pero sintiéndome feliz de haber unido esos puntos.
No recuerdo el nombre de la librería dueña de ese stand (dudo que me fijase siquiera aquel día) pero desde luego me haría muy feliz poder saberlo. Iría a pagar mi deuda, a disculparme y a agradecerles que aunque muy probablemente me viesen, decidiesen dejar que ese muchacho se llevase el libro aquel que le tenía embelesado.
Leer biografías es como cuando de noche pasas de luz de cruce a luces largas y de golpe ver mucho mejor por dónde circulas. Es como cuando el avión se eleva sobre la ciudad y la comprendes mejor, como cuando en el Civilization se te iluminaba una parte del mapa que estaba a oscuras.
Las que más me interesan son las de arquitectos y diseñadores de producto. Ellos, antes que los diseñadores de interacción, tuvieron que conjugar estructura, forma y función. Los mejores lo hicieron de maneras que antes ni se imaginaban y su recorrido tiene muchísimas circunstancias que nos pueden ser comunes, que nos dan entendimiento de lo suyo y de lo nuestro.
Hace unos días Gustavo Gili republicó Vidas Construidas, el libro que escribieron Anatxu Zabalbeascoa y Javier Rodríguez Marcos sobre un puñado de arquitectos imprescindibles, desde muy atrás hasta hoy en día. Di saltos de alegría entonces y ando leyéndolo ahora. Es delicioso. Lo leo despacio, que es como se disfruta más, aunque no descarto una escapada a la Alcarria para poder terminarlo de un tirón y sin distracciones.
Mientras se hace el café tiro de otras cosas, lectura más light: biografías en cómic, que también tienen su cosa. Estas dos, una reedición y otra original de los 60, son también interesantes. Mezclan la naïveté de la época y una simplificación que no termino de entender si es por el medio o porque iban dirigidas a niños.
Me gusta esa mezcla. El cómic por su didáctica y la biografía por los porqués. En diseño decimos que importa mucho el contexto del usuario. Yo añadiría que también el del diseñador. Ahí está la otra mitad del asunto.
La sensación de complicidad que tienes cuando alguien cuenta bien algo que piensas pero no sabes verbalizar es maravillosa. Me pasó cuando, de una sentada, me leí “Dios lo ve” de Óscar Tusquets. No puedo estarle más agradecido a Alberto Zamarrón por habérmelo recomendado.
Con unas cuantas historias, propias y ajenas, Tusquets nos habla de eso: del trabajo creador que quiere estar mejor hecho de lo necesario, de la búsqueda de la perfección aunque nunca nadie vaya a percibirla entera, de la belleza que no va a ser contemplada. De Lutyens exigiendo a su aprendiz que coloque perfectamente simétricas las ventanas de un edificio en la cara que nadie iba a ver porque, aunque no pudieran ser contempladas, Dios sí lo ve.
En alguna charla he hablado de cómo los escolásticos animaban a diseñar —proyectar, pintar, crear— a imagen y semejanza de Dios. De cómo buscar la perfección formal y funcional era honrarle y reconocerle y de cómo el camino para hacer buenos productos está más en diseñar "mirando a los dioses" que diseñar mirando a los hombres.
Leí a Tusquets sonriendo desde el principio hasta el final precisamente porque él contó —sólo faltaba— eso mismo mucho mejor de lo que yo podría soñar con contarlo.
“Dios lo ve” no es un libro para cínicos ni pragmáticos. Lo es para quien se toma muy en serio su oficio y busca darle propósito y sentido.
Propuestas Para un Diseño "Normal", de Marcos Dopico, es un librito pequeño pero bien escrito; una reflexión interesante sobre los productos bien proyectados, sin afan de carga simbólica, sin evocaciones ni interés del diseñador en que su figura vaya adjunta a la obra.
El libro cuenta muy bien el marco actual de este tipo de diseño, explica corrientes, momentos, personas y resultados. Si te interesa entender mejor la relación entre modernidad y posmodernidad en el diseño, las motivaciones que llevan a un trabajo a cargarse de simbolismo o lo que supone que una pieza de diseño sea invisible y demasiado "normal", seguro que te interesa leerlo.
Hacía exactamente cinco años que tenía pendiente de lectura Por fin lo terminé este fin de semana pasado, en un viajecito tranquilo que he hecho a San Sebastián con Sandra, entre paseos, comida y el mar.
Hace diez años escribí defendiendo el uso de sonido en las interfaces de usuario. Mi argumento era que el sonido es una de las formas más efectivas para dar feedback que tiene un sistema porque no necesita de la atención del usuario y porque con el sonido se pueden decir muchas cosas.
Mis ideas recibieron docenas de críticas, entre ellas una de Enrique Dans que recuerdo con simpatía por la viñeta que ilustraba su post. Casi todas hacían referencia a lo intrusivo y poco discreto que era el sonido. Tenían razón en ese argumento pero el tiempo ha demostrado que los pros son superiores a los contras. El sonido se ha impuesto. Lo hemos aceptado de manera natural.
Hoy reordenaba libros en el estudio y me ha dado por hojear algunos de McLuhan que leí en la carrera y en mis primeros años de trabajo:
Cito de uno de ellos:
El oído no favorece ningún ‘punto de vista’ en especial. Estamos rodeados por sonido. Forma una red contínua alrededor nuestro. Decimos “que la música llene el aire”, pero nunca decimos “Que la música llene un segmento particular del aire”.
Oímos sonidos de todos lados sin tener nunca que centrar nuestra atención en ellos. Los sonidos vienen de “encima”, de “debajo”, de “en frente” de nosotros, de “detrás” de nosotros, de nuestrs “derecha” de nuestra “izquierda”. No podemos apagar el sonido de forma automática. Simplemente no estamos equipados con pestañas. Mientras que el espacio visual es un continuo ordenado de cosas relacionadas uniformes, el mundo del oído es un mundo de relaciones simultáneas.
Todos, sin mirar la pantalla de nuestro smartphone sabemos cuando nos ha llegado un mensaje de whatsapp, cuándo es una llamada o cuándo es una mención de twitter. El ordenador nos avisa de cuando nos quedamos sin batería o si es la hora de una reunión que teníamos programada. Lo mismo hace nuestro coche: pita cuándo ha entrado en reserva o si nos acercamos mucho al coche de detrás al aparcar, todo mediante sonidos.
Lo cierto es que si pudiéramos elegir, probablemente preferiríamos el sonido a la imagen precisamente por lo que dijo McLuhan hace… ¡Cincuenta años!
El sonido es multidireccional, multidimensional y no necesita de nuestra atención. Es mucho más intrusivo que la imagen, sí, pero justo por eso es bueno para ciertas cosas. No para todas, sólo para cuando un evento realmente requiere nuestra atención.
Hace unas semanas regalé un cómic sobre cocinar y disfrutar de la comida: Relish: my Life in the Kitchen, de Lucy Knisley. Ayer, hojeándolo, me di cuenta de que es un ejemplo perfecto de lo que suelo contar en la primera clase que doy a los alumnos del Programa Vostok: la diferencia entre información analítica y sintética.
La forma más analítica de contar cómo elaborar un plato es la clásica: una narración de los pasos a seguir. Cada paso se apoya en el anterior. Te cuento las partes en secuencia y al final obtienes el todo. En La Mafia se sienta a la mesa lo hacen así:
Sencillo y convencional, ¿verdad? (aunque el libro sea una delicia). Es la misma forma en que contamos novelas o noticias normalmente. Ahora veamos otra aproximación...
Si en lugar de contar las partes contamos el todo, nos queda una forma diferente. Es así como lo hace Relish (página de la derecha):
Te cuento el bosque primero y espero que te vayas fijando en los árboles. No me preocupa tanto la secuencia de la narración como que veas la relación, la posición que mantienen los elementos entre sí. Esa es la forma sintética, la de los mapas y los croquis.
No contamos igual cómo llegar de A a B a alguien que va conduciendo que a alguien que nos lo pregunta en una cafetería, con una servilleta y un bolígrafo. Y hay mil ejemplos más: el wizard de una app, el autodiagnóstico de un coche, el programa de un evento...
Un buen diseñador debe saber elegir bien las técnicas y las secuencias para contar lo que quiere contar de la forma más efectiva. Debe poder entender el contexto y dominar los diferentes enfoques (analítico, sintético y sus grises intermedios) para elegir el mejor.
En Relish, Lucy Knisley combina varias técnicas. Sólo en la foto de arriba se ven dos enfoques, los dos visuales, pero muy diferentes entre sí. Una delicia.
Da gusto cuando te topas con libros que, sin querer, te enseñan sobre dos cosas diferentes: diseño y cocina. Gabriela lo disfrutará pero creo que yo más.
Si tienes observaciones, preguntas o quieres compartir alguna experiencia, no dudes en dejar un comentario debajo o twittear sobre ello (puedes usar el hashtag #terremotonet).
Acabo de terminar la lectura de Wabi-Sabi: for Artists, Designers, Poets & Philosophers. Lo leí por recomendación (y préstamo) de socio Jesús. Y yo, a su vez, se lo recomiendo a los pocos que seguís pasando por aquí de vez en cuando.
Wabi-Sabi es un concepto japonés que hace referencia a la belleza de lo imperfecto, lo impermanente y lo incompleto.
Nada es perfecto en la naturaleza, al menos en el sentido geométrico-euclidiano en que lo concibe occidente. Nada es impermanente porque todo está en proceso, todo en la vida nace o muere. Y nada es completo porque si lo fuera, sería perfecto y permanente, porque la completitud no existe en la naturaleza; es sólo una abstracción ideada por el hombre.
Esta estética, surgida alrededor de la vieja ceremonia del té, tiene mucho de melancólico y otoñal. Es la estética de los objetos que envejecen con el uso, que están hechos de materiales orgánicos, que tienen vida propia.
Wabi-Sabi es la madera, el metal oxidado, el cáñamo, la tela cruda, la cerámica…
Lo que más me sorprendió del libro fue la comparación que hace el autor entre el Wabi-Sabi y la estética modernista nacida en Europa con la Bauhaus y reivindicada por la Escuela de Ulm (encarnada en Braun).
Similitudes
Las dos se refieren a cualquier objeto, espacio o diseño creado por el hombre.
Las dos surgen como reacciones contundentes contra las sensibilidades establecidas. El modernismo surge contra el eclecticismo y el clasicismo del s. XIX; el Wabi-Sabi surge por oposición al perfeccionismo chino del s. XVI.
Las dos evitan cualquier ornamentación que no es consustancial a la estructura.
Ambas son representaciones abstractas de la belleza.
Ambas son claramente identificables por las superficies de sus objetos: el modernismo es pulido, limpio y regular; el Wabi-Sabi es rugoso, imperfecto y crudo.
Principales diferencias
El modernismo implica una visión del mundo racional, el Wabi-Sabi propone una visión intuitiva.
El modernismo propone principios absolutos; el Wabi-Sabi los propone relativos.
El modernismo busca productos fabricables en serie, reproducciones exaxctas; el Wabi-Sabi produce objetos únicos y artesanales.
El modernismo expresa su fe en el progreso y mira al futuro; para el Wabi-Sabi no hay progreso ni futuro.
El modernismo se basa en la organización geométrica de la forma; el Wabi-Sabi se basa en la forma orgánica.
El modernismo usa materiales artificiales; el Wabi-Sabi usa materiales naturales.
El modernismo se expresa desde la pureza; en el Wabi-Sabi la corrosión y la degradación enriquecen la expresión.
El modernismo es luminoso y brillante; el Wabi-Sabi es oscuro y mate.
El libro me ha recordado la casa del pueblo de mis abuelos. Siempre me gustó fijarme en las herramientas de labranza, en cómo envejecían y eran más agradables cuanto más viejas. La madera se iba puliendo con el uso, el metal de las azadas se corroía por unos sitios y se pulía por los otros, por los que tocaban la tierra. Todas esas herramientas envejecían y lo hacían con mucha dignidad.
Tom Kelley, de IDEO, decía en algún sitio que las personas desarrollamos vínculos emocionales con los productos que envejecen con nosotros (los pantalones vaqueros, las cámaras de fotos, los coches…). El desgaste que experimentan nos recuerda que han vivido con nosotros, que nos han acompañado de cerca.
Los productos de hoy en día envejecen fatal. Quizás porque abusan del plástico, porque apenas tienen materiales orgánicos. Quizás si hubiera más tela o más madera en los gadgets de hoy en día… Quizás si las cámaras digitales tuvieran cuero como las de antes, o el scrollwheel del iPod se desgastase con el uso…