Jeremy
Era 1991 y estábamos estrenando una espléndida y completa adolescencia. Esa tarde volvíamos del instituto en el autobús escolar que salía de Manacor y nos iba dejando a todos pueblo a pueblo. Nos estábamos acercando ya a la parada del nuestro cuando Marga, cuatro filas por delante mío, soltó un grito y se tiró al suelo del autobús, como ocultándose.
— ¡Jeremy, es Jeremy! ¡Noooo!
— ¡¿Qué te pasa, Marga?! ¿Qué Jeremy? ¿De qué hablas?
— ¡Está ahí, Jeremy! ¡Jeremy!
Todo el autobús estaba alterado. Unos mirában a Marga intentando entender qué demonios le pasaba. Otros habíamos entendido que algo, o alguien, había ahí fuera que le asustaba.
El bus fue deteniéndose en la parada y lo vimos: un chico largo, pelirojo a más no poder, con la cara llena de granos y su ortodoncia coronando un cuerpo larguirucho y desgarbado. Vestía un traje negro al que le sobraba medio palmo de tela por todas partes y cargaba un maletín en su mano derecha.
Era Jeremy. Y estaba allí plantado como quien tiene claro que no va a moverse, con un propósito muy claro.
Marga decidió evitarle y bajar en la siguiente parada, la última antes de que el autobús abandonase nuestro pueblo y enfilase por una secundaria hasta Sant Joan.
Jeremy había venido desde Farmington, Utah, con su mejor gala y los papeles que demostraban que su familia era dueña de un negocio próspero. Lo necesario para acreditar su condición de caballero andante, de salvador de la doncella, de príncipe que busca a cenicienta.
Antes de esperar en la parada, Jeremy había visitado a los padres de Marga. Se presentó con credenciales e intenciones. Marga y él se habían declarado amor por carta en el programa de penpals de la asignatura de inglés, esa iniciativa que emparejaba a alumnos de dos institutos de distintas partes del mundo para que practicasen idiomas cruzándose cartas. En ellas, Marga le describía una existencia de pobreza y necesidad, el anhelo de una vida mejor a su lado. Y Jeremy dio el paso.
Como habrás deducido ya, la existencia de Marga no era miserable ni se le parecía. Sus padres, aunque gente sencilla y de campo, aunque no hablasen una gota de inglés, vivían con cierto confort. A Marga no le faltaba de nada. Por no faltarle, no le faltaba ni novio. Y le sobraba, eso sí, aburrimiento e imaginación.
Carlos, que así se llamaba el novio, se pasó la tarde recorriendo el pueblo en moto para encontrar y decapitar a Jeremy con sus propias manos, al pobre Jeremy, que sólo había pecado de ingenuidad. Mientras, los amigos de la pareja estaban unos tratando de apaciguar a Carlos y otros escondiendo a Marga, que nunca quiso dar la cara.
La sangre no llegó al río y Jeremy se volvió esa misma noche camino a Farmington, Utah, con el corazón descuartizado y la autoestima pisoteada.
Ese fue el día más emocionante y agitado que mi pueblo vivió en mucho tiempo. Años después, Coca Cola rodó un spot con un anciano bonachón que fue por entonces el hombre más longevo del país y la historia de Jeremy pasó a segundo plano. Hoy probablemente pocos se acuerden del chico pelirojo y desgarbado que se tiró a la piscina sin saber si había agua, cuando no había ni piscina.
Yo sí, yo me acuerdo a menudo de él; espero que un día lo haga Coca Cola y cuente esa otra historia, la del hombre más valiente del mundo.