De la maestra rural a la enseñanza digital

Aún recuerdo el sabor de los bistecs fríos y el puré, el olor de la tiza y la madera de los pupitres de aquella escuela rural. Cuando los alumnos —apenas doce chavales de varias edades que compartían aula— se iban a casa a almorzar, mi madre sacaba la fiambrera y comíamos en su mesa, encima del entarimado. Ella era una joven maestra rural en una aldea remota de la Serra de Tramuntana y yo su hijo de cuatro años, iba con ella y asistía a sus clases curioso y entretenido. También recuerdo el cariño y el agradecimiento con el que la trataban, tanto los chicos de clase como la gente del pueblo. Era la maestra, la que se hacía kilometros y kilometros por carreteras imposibles, con un niño de cuatro años a cuestas, para enseñar a sus chavales.

Banyalbufar hoy, en la Serra de Tramuntana de Mallorca. El primer asfalto lo pusieron estando nosotros en clase, aún recuerdo el olor.

Banyalbufar hoy, en la Serra de Tramuntana de Mallorca. El primer asfalto lo pusieron estando nosotros en clase, aún recuerdo el olor.

Así era la educación pública: allá donde hubiese niños, llegaba el maestro o la maestra con sus libros sus mapas y sus lecciones. Ciudad o campo, mar o montaña, con barcos, trenes, autobuses o bicicletas, para que todo un país subiese su listón de cultura y educación, para asegurar unos mínimos comunes de civilización.

La enseñanza universal fue un sueño de la ilustración que hicimos posible en el siglo XX y mi madre fue parte de ello. Estoy convencido de que ese es el logro más grande de lo público y esa profesión la más hermosa.

Para que el estado lograse formar a millones de personas hizo falta sistematizar, homogeneizar y normativizarlo todo: temarios, contenidos y métodos. Es de lógica: cuanto más quieres abarcar, más necesitas organizar. La consecuencia es que al ganar en extensión y y en poblanción, se perdió en profundidad y personalización.

La enseñanza universal, la que nace en las Cortes de Cádiz y se completa durante la Segunda República, tenía altos propósitos y era gratuita, pero era serializada y masiva. No había otro modo de combatir el analfabetismo o la incultura. Era lo mejor que podíamos tener con los medios que existían: libros y maestros.

Antigua escuela de El Pevidal, en el Concejo de Salas, en Asturias. Fotografía de J. M. Navia

Antigua escuela de El Pevidal, en el Concejo de Salas, en Asturias. Fotografía de J. M. Navia

Los niños que se criaron en familias más ricas o con más acceso a la cultura, contaron con instructores personales y con bibliotecas privadas. Cuando asistieron a aulas fue a las de prestigiosas escuelas y universidades, viajando si era necesario. Más que sus mansiones o sus herencias, esa formación fue su mayor privilegio.

El siglo XX también trajo medios de comunicación universales y masivos: la radio en la primera mitad y la televisión en la segunda. Ambas tecnologías nacieron con la ilusión de ser no sólo medio de comunicación, sino también mecanismo para llevar la educación a los lugares más remotos. A donde no llegaba una carretera, sí llegaba una onda. El panorama era esperanzador.

Radio ECCA fue una de las primeras en intentar educar a distancia.

Radio ECCA fue una de las primeras en intentar educar a distancia.

Sin embargo, esta ilusión demostró ser ingénua y naïf. Tanto la radio como la televisión acabaron siendo simples instrumentos de información en el mejor de los casos, y de adoctrinamiento, propaganda o mero entretenimiento en la mayoría de ocasiones. Las empresas las usaban para vender más y los gobiernos para consolidar poder. Su papel educativo nunca pasó de ser simbólico o residual.

Parece una constante en la historia de las tecnologías y los medios: cada vez que aparece un canal para llegar a muchas personas muy rápido, nos creamos la esperanza de que servirá para elevar el nivel cultural de la gente, para educar a más personas, para llevar el conocimiento a más lugares. Pero eso pocas veces ocurre. Los medios de masas, más que instruir entretienen y más que elevar uniformizan.

Internet y la digitalización han sido nuestra última gran ilusión. En su esencia está la capacidad de reproducir y distribuir cualquier conocimiento hasta el infinito, de hacerlo accesible y navegable sin apenas coste. Era perfecto para la educación.

En 1996 John Perry Barlow publicaba el Manifiesto del Ciberespacio, en el que se decía:

En nuestro mundo, sea lo que sea lo que la mente humana pueda crear puede ser reproducido y distribuido infinitamente sin ningún coste. El trasvase global de pensamiento ya no necesita ser realizado por vuestras fábricas […] Crearemos una civilización de la Mente en el Ciberespacio. Que sea más humana y hermosa que el mundo que vuestros gobiernos han creado antes.

Sin embargo, se ha repetido el mismo patrón: hoy internet es muchas cosas; por encima de todas es un canal de compra, una interfaz nueva para el capitalismo, un mecanismo para serializar y distribuir mercancías e historias. Otro medio de entretenimiento y uniformización.

Pero ¿y la posibilidad de usarlo para la formación? Si internet puede poner textos, imágenes y sonido en cualquier lugar, eso debería convertirlo en el medio ideal para la formación. En teoría.

Hasta la fecha, la formación online que hemos sido capaces de ofrecer ha sido o bien documental (textos, pdfs, presentaciones) o bien retransmisiones de lecciones magistrales a través de vídeo, donde una persona habla y el resto escucha, para después tener un turno de palabra. Muy pocas excepciones, casi siempre de naturaleza lúdica y sin mucha repercusión, se han escapado de este patrón.

Hemos tratado de replicar lo que hacíamos en persona, pero más que beneficiarnos de las ventajas de la nueva tecnología, hemos aceptado pasivamente sus inconvenientes.

Hemos perdido las interacciones sutiles entre quien enseña y quienes aprenden, la complicidad, la fuidez de los debates, la riqueza de las improvisaciones, la sensorialidad, las excursiones, los objetos, los libros hojeados al momento, los laboratorios y los experimentos. Hemos renunciado a los encuentros entre alumnos, esos al finalizar las clases, en los que entretejemos lo aprendido con lo vivido por unos y otros, haciéndolo un poquito más nuestro.

Por encima de todo, hemos perdido el sentido de comunión, de estar en un mismo lugar, en un mismo tiempo y predisposición, donde no existe lo de fuera, donde sólo estamos nosotros, quienes aprendemos y quien enseña, frente a lo que queremos dominar, aprehender, absorber, entender y hacer nuestro.

Cuando aparece un medio o un dispositivo nuevo que permite cosas inéditas, tendemos a usarlo para resolver con ella las viejas necesidades, lo que ya hacíamos bien antes, en lugar de dirigirlo a lograr nuevos objetivos.

El efecto retrovisor, según lo describe Marshall McLuhan en “The medium is the message”.

El efecto retrovisor, según lo describe Marshall McLuhan en “The medium is the message”.

Marshall McLuhan bautizo este fenómeno con el nombre de “efecto retrovisor”, por analogía de alguien que conduce con un automóvil y en lugar de fijarse en lo que está por llegar, mira por el espejo retrovisor todo lo que deja atrás.

En los inicios de la radio, se retransmitían espectáculos de fútbol, toros y conciertos en los que el coro o la banda entera se ponían ante los micros e interpretaban en directo. Eran los espectáculos a los que la gente asistía antes de la radio, portados al nuevo medio. Con el tiempo, la radio encontró sus nuevos formatos: radionovelas, tertulias o carrousseles deportivos, a la vez que el transistor volvía a la radio un dispositivo móvil y ubícuo.

Con la TV se repitió el fenómeno: empezaron televisando programas de radio, personas hablando a micrófonos, y poco a poco, el medio encontró sus propios formatos. 

© ABC

© ABC

Diríase que con el aprendizaje en remoto estamos volviendo a mirar por el espejo retrovisor: usamos la tecnología del nuevo medio para replicar los métodos, las herramientas y los contenidos del viejo. El fin es el mismo: formar, educar, instruir, elevar… Pero los medios, los mecanismos, los formatos y los contenidos necesitan ser distintos.

Del pasado estamos copiando los documentales en video, los repositorios de documentos, la idea de clase, el formato del grupo, la idea de pizarra y hasta la distribución temporal de las sesiones. Salvo contadas e infructuosas excepciones —casi todas experimentos de ludificación—, un entorno de enseñanza online es una réplica de un canal de TV, de un aula, de un archivo documental (PDFs y Powerpoints) o una mala mezcla de las tres.

El modelo de enseñanza presencial no ha cambiado desde la Grecia antigua. Usamos esa afirmación para criticarlo, cuando deberíamos preguntarnos qué tiene de especial para haber aguantado tres mil años. ¿Por qué no hemos sido capaces de superarlo? ¿Cuál es su secreto? ¿Cuál es la esencia de la enseñanza, lo que realmente tenemos que conservar?

Sócrates enseñando (© Hulton)

Sócrates enseñando (© Hulton)

Confundimos, decía, los medios con los fines y en lugar de buscar la esencia por nuevos caminos, reprodujimos los viejos caminos en lo online. Visto con distancia, resulta tan absurdo como si quienes inventaron la aviación hubiesen forzado a los aeroplanos a volar por las rutas de las carreteras en lugar de ir en linea recta.

El mítin de Gaspar Llamazares en Second Life en 2007, con apenas una docena de asistentes, acusando un claro efecto retrovisor.

El mítin de Gaspar Llamazares en Second Life en 2007, con apenas una docena de asistentes, acusando un claro efecto retrovisor.

Si nuestro medio es diferente, si los dispositivos y los contextos son distintos, tendremos que repensar el contenido, los tiempos, las duraciones, los formatos y puede que hasta repensar las correspondencias entre contenidos, edades y lugares. Todo, todo, todo menos el fin último, debe ser repensado para evitar el efecto retrovisor y empezar a aprovechar de verdad el nuevo medio.

También la experiencia de quien enseña debe reconsiderarse. Leo estas palabras en el blog de Tocho, hablando sobre la experiencia de quien enseña, sobre cómo ocurre ese enseñar:

… tras unas primeras frases laboriosas, que se atienen a lo previsto, las palabras empiezan  a "pensar" por sí mismas, a vivir, a organizarse por sí mismas.

Este pensar hablando, este hablar que piensa, solo se da en el aula, ante estudiantes, cuyos gestos y miradas actúan de señales, de advertencia o de paso, de veto o de aceptación.

En un aula sin estudiantes, como ocurre en algunas ocasiones, o ante un ordenador en casa o en un despacho, cuando el profesor habla a su imagen, las palabras no actúan en libertad. Si la clase se construye mediante vídeos grabados -más cómoda de seguir por el estudiante-, el profesor, que no habla, ya no tiene ocasión de pensar.

Cualquiera que haya tratado de enseñar en remoto, conoce lo limitante que es tener sólo un ventanuco, una cámara fija y unos alumnos (con suerte, pocos) que están en compartimentos aislados entre sí. Ese formato, como bien describe la cita anterior, se siente como una camisa de fuerza, como si no pudiese uno usar las manos ni el cuerpo ni la mente, como si no pudiese abrirse. En ese estado sólo se puede seguir el discurso, avanzar o retroceder por un camino predefinido y diseñado de un discurso previo. El profesor no puede pensar, sólo interpretar. La comunión de objetivos con tus alumnos es imposible en un estado así.

No es broma, algunas de las mejores empresas de tecnología están proponiendo esto como solución a la formación online. Yo lo llamo “hacer un Llamazares”.

No es broma, algunas de las mejores empresas de tecnología están proponiendo esto como solución a la formación online. Yo lo llamo “hacer un Llamazares”.

La alternativa, los videos, las plataformas con tutoriales con listas de reprodución e itinerarios fijados, son aún más serializados, uniformizantes y lineales que la enseñanza del siglo pasado. Esos contenidos son a la formación, lo que la comida precocinada es a la nutrición: un sustituto de mala calidad que acaba haciendo más daño que bien, que entretiene sin enseñar, como las pizzas y las hamburguesas de franquicia, que sacian sin nutrir.

La formación en remoto no pasa por reproducir el modelo antiguo ni por crear nuevos contenidos en video y distribuirlos masivamente. Eso está bien para inspirar, pero no es formación de verdad.

Mi apuesta, tras muchos años formando presencialmente y otros tantos intentándolo en remoto con muchas plataformas, es buscar la esencia, el corazón, lo que nunca ha cambiado. Lo que debemos buscar está en las relaciones y en las inmersiones, en la exposición y en la sensación.

En las relaciones está por la interacción y el diálogo entre quien transmite y quien aprende, esa conversación viva a muchas bandas, esos cordeles que se trenzan entre varios, en los que nos exponemos unos a otros. En “El arte de Estudiar”, Mariano Rubió lo explicaba así:

Aprender de los que más saben inclinando la conversación hacia el lado en que nuestro interlocutor posee manifiesta superioridad, así nos ponemos siempre en el lugar del discípulo y obligamos a la persona con quien hablamos para que haga el papel de maestro, sin advertirlo siquiera.

Y en la inmersión está por los espacios compartidos: lugares, sean físicos, virtuales, acústicos, públicos o privados, en los que nos encontramos de verdad, que nos abrazan y nos provocan estados mentales, complicidad y comunión de intenciones, coincidencias conscientes en el espacio y el tiempo que nos predisponen a aprehender lo nuevo. 

Que años después, en nuestra madurez, recordemos lo aprendido con la sensorialidad de haber estado, de haber olido y sentido. Que sintamos el agradecimiento y el cariño hacia quien nos ha enseñado y nos ha hecho crecer y la fraternidad con quienes hemos compartido esos caminos. Sólo así, más humana, tendrá sentido esa tecnología.