Metaverso, lo inmersivo y lo emersivo
La idea de hacer la compra en el metaverso empujando un carrito hace más aguas que la nao Victoria en la Expo 92; sí, la que se hundió nada más se botada y casi acaba con la vida de Curro. Naufraga por dos motivos, veamos:
El primero: es un caso de efecto retrovisor McLuhaniano (usar tecnologías nuevas para afrontar retos viejos) de libro. Nos dan una tecnología que plantea escenarios completamente innovadores y a alguien se le ocurre usarla no sólo para algo ya resuelto, sino para resolverlo IMITANDO exactamente cómo se hace en el mundo real, con todos sus defectos. Es decir, confudiendo simulación con inmersión. Un clásico.
Vayamos con el segundo motivo, un error más común pero ojo, menos evidente. Lo explico con un ejemplo real:
Hace unos años, cuando Oculus sacó sus primeras gafas y Google empezó a promover sus gafas de VR hechas de cartón, aparecieron algunas empresas de consultoría de realidad virtual. El CEO de una de ellas me dijo en una ocasión que perdíamos el tiempo diseñando apps, porque en poco tiempo el correo electrónico lo despacharíamos virtualmente, pues todo el trabajo ‘ofimático’ que hacemos hoy en día (excels, presentaciones, correos electrónicos, etc.) se haría de forma virtual. Poco tiempo después, empresas como aquella malvivían haciendo demos en ferias de turismo.
Esta persona, quizás sobreentusiasmada con su propia tecnología, no entendió una cosa: hay experiencias que reclaman y demandan más inmersividad, pero hay otras que cuanta menos, mejor. En otras palabras, yo no quiero un email virtual, yo quiero poder resolver los mensajes sin siquiera mover un dedo, mientras me ducho o conduzco, gastando el mínimo de energía mental. El email es una tecnología que no quiere ser inmersiva, sino emersiva (por usar el antónimo). No me quiero meter en ella, quiero sacarla de mí. Y lo mismo pasa con hacer la compra en remoto (otra cosa es ir al mercado a comprar, mucho más senssorial y consciente, ojo).
Cómo hacemos que una tecnología sea ‘emersiva’
¿Cómo hacemos que una tecnología sea ‘emersiva’? Pues reduciendo su coste cognitivo al mínimo:
automatizando todo lo automatizable
minimizando la cantidad de interfaz
evitando los comandos y lenguajes específicos
haciendo que sea simultaneable con otras tareas
haciéndolo ubícuo e independiente del dispositivo
En el caso del correo electrónico, las autorespuestas y los filtros de spam son un paso, pero todos sabemos que el mejor cliente de correo será el que incorpore Alexa con su capacidad de procesar lenguaje natural. Ese día, cuando podamos contestar un mensaje en la ducha con un dile que lo apunte y lo vemos en la reunión del martes. Ah, y pregúntale que qué tal su Navidad, entonces habremos hecho un email más emersivo y, por tanto, mucho mejor.
A nadie se le ocurre hacer una interfaz virtual para la domótica del hogar, ¿verdad? Imagina tener que encender y apagar luces con las gafas y los guantes. Subir o bajar la persiana, encender una lámpara o encender la TV deberían parecerse a la magia; los comandos de voz son un avance, pero sería aún mejor, más eficiente y cómodo, poder hacerlo con un gesto de la mirada, levantando una ceja o con un sutil movimiento de la mano, que son comandos con mucha información cuando el receptor conoce tus códigos.
Habrá quien se pregunte qué usos, funciones, problemas o necesidades deben ser inmersivos y cuáles emersivos; cuál es el criterio de triaje de experiencias, cuáles van a una caja y cuáles a la otra?
La cosa se complica ahí, pero hay algunos criterios que pueden ayudarnos a decidir. Tareas tediosas y repetitivas, tecnologías que son medio y no fin… Casi todo lo que tiene que ver con finanzas, gestión o comunicación, mejor cuanto menos inmersivo.
Y qué demanda inmersividad
¿Y al revés? ¿Qué necesidades podemos resolver mejor desde la inmersividad? Partamos de tres axiomas del diseño emocional y la inmersividad:
Sólo recordamos aquellas vivencias que nos han provocado una respuesta emocional.
Al grabar una vivencia en el recuerdo, grabamos también el registro sensorial de la vivencia.
Las experiencias inmersivas logran su intensidad desde la sensorialidad: apelan más fuerte a más de un sentido.
Está claro entonces, ¿no? Merece más la pena hacer inmersivas aquellas experiencias que tengan connotaciones emocionales, sean de ficción o no.
Las de ficción son obvias y el mundo del videojuego, que va veinte años por delante del diseño de interacción convencional, lo ha demostrado ya. En esos casos, lo virtual es ambas: simulación e inmersión. Y cuando ambas coinciden en coherencia, ocurre algo mágico en ficción: la suspensión de la incredulidad, el ingrediente imprescindible para que aceptemos como verdad, aunque sea por unos instantes, lo que en la realidad no contemplamos.
¿Y cuáles son las de no-ficción? Caben muchas respuestas ahí, dependiendo del sistema de valores en el que nos situemos como diseñadores, pues el diseño es cultura, especialmente cuando decide qué problemas y necesidades resolver y cuáles pasar a un segundo plano.
Propongo tres ejemplos y que cada uno decida con cuál se siente más representado:
Familia: mediante un sistema de altavoces y micrófonos, reproducimos el espacio acústico del salón de casa en el de casa de mi madre y viceversa, de modo que ella siente a sus nietos alrededor, los oye con altísima fidelidad, y ellos la oyen a ella, como sie estuviese sentada en el sofá con ellos. El sistema está activo toda la tarde y, aunque ella viva a seiscientos kilómetros, gracias a la realidad aumentada acústicamente, nos sentimos al lado.
Comunidad: ancianas de pueblos semi-abandonados de una comarca de Teruel se encuentran en el metaverso para habalar de sus cosas y recordar otros tiempos, ahora que su movilidad está reducida y el centro de salud donde se encontraban está cerrado.
Nostalgia y morbo: mediante imagen y sonido revivimos épocas de nuestro pasaado de las que ya hay suficientes registros digitales. Eliges un día de tu vida y lo vuelves a vivir, o incluso vives la de otra persona. La idea no es nueva, me suena de algún capítulo de Black Mirror. Pensando a futuro, quizás sirviese para revivir la vida de alguien de la familia o para que algún famoso se lucrase permitiendo que nos metiéramos en su piel y viviésemos lo que él vive.
Publicidad: nuestro proveedor de acceso al metaverso (o a la realidad modificada) nos hace un descuento por aceptar product placement constante. Nuestras amistades llevan zapatillas Nike y en la barra del bar está George Clooney tomándose un Nespresso.
Simulacro: los filtros que nos mejoraban el aspecto en Instagram van más allá, previo pago: hacen cancelación selectiva de sonido (fuera ruido de coches, fuera sonidos estridentes o incluso que todo suene con ‘skins’ acústicos que le den un toque u otro a la realidad). Yendo más allá, permiten “mutear” a ciertas personas o que cuando se hable de ciertos temas, suba o baje el volúmen de la voz de quien los emite.
Los ejemplos son infinitos y aplican a todos los ámbitos, más allá de los clichés de la educación, la cirugía y las que ya han anticipado multitud de series y películas (probablemente las que yo sugiero sean de esas sin yo saberlo).
Ficciones y futuribles aparte, el ejercicio más valioso a corto plazo para cualquier persona de diseño o producto digital está en entender que algunas necesidades mejoran con inmersividad y otras con lo contrario pues tan importante e innovador es lo inmersivo como lo emersivo, aunque lo segundo logre menos titulares.