MURCHISON
Robert K. Ohashi, PhD
Murchison Wide-field Array
Murchison, Western Australia
26 de agosto de 2024
A quien reciba este mensaje.
Mi nombre es Dr. Robert K. Ohashi y soy ingeniero astrofísico, especialista en física de plasmas en el Murchison Widefield Array (MWA) para el estudio del universo a través de ondas de baja frecuencia. Desde hace cinco días, estoy implicado en el proyecto de colaboración con el Instituto SETI para la búsqueda de vida en galaxias distantes. Hoy, tras efectuar algunos hallazgos inesperados, he decidido abandonar el proyecto. Mañana saldré del país y abandonaré, para siempre, la ciencia y la tecnología.
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En 2008 el profesor Dr Kevin Langdale, quien ha sido mi mentor durante tantos años y a quien debo muchos de mis éxitos científicos, me invitó a ser parte del equipo fundador del Murchison Widefield Array. Su innovación rompía por completo con los paradigmas de grandes radiotelescopios que utilizábamos hasta la fecha. En lugar de un plato de dimensiones descomunales, como los empleados en Arecibo o Nuevo México, el Dr. Langdale proponía crear una malla de pequeñas antenas, situadas a ras de tierra que, conectadas entre si, captasen las ondas de baja frecuencia que describen fenómenos astronómicos lejanos. El desierto de Murchison, en Australia occidental, era el lugar perfecto: planicies infinitas de tierra arcillosa, clima seco y absoluto radio-silencio.
Para que el modelo funcionase, un algoritmo debía sincronizar y unir todas las señales pequeñas en una mayor, considerando la altura, posición y distancia de cada antena. Juntas, formarían una imagen de muy alta fidelidad del universo. Las posibilidades eran ilusionantes.
En 2013 pusimos en funcionamiento nuestro primer prototipo: una red formada por 32 grupos de 16 antenas cada uno. Llamamos a las antenas “las arañas” por su estructura de varillas entrecruzadas, con un receptor en el centro, que podrían recordar a una araña o a las patas de una silla diseñada por los Eames. Su diseño está optimizado para minimizar resistencia al sol y al viento, con un tamaño reducido y un peso de apenas cien gramos cada una.
Las ventajas del modelo sobre el clásico telescopio gigante eran evidentes: al estar conformado en malla, podíamos situar grupos de arañas con cierta aleatoriedad, siempre que los beamformers (los módulos ‘inteligentes’ de cada grupo) estuviesen a una distancia razonable entre ellos. Además, al ser una estructura relativamente plana (y no parabólica), nos permite hacer lecturas en un ángulo de casi 30º simultáneamente, algo muy superior a los radiotelescopios clásicos. Es como si, en lugar de mirar al espacio por una mirilla, pudiéramos hacerlo por una ventana que podemos ensanchar todo lo que queramos.
En 2015, con miles de arañas recibiendo en baja frecuencia, habíamos detectado la mayor erupción conocida en el universo desde el Big Bang, resuelto el viejo problema del calentamiento coronal y habíamos descubierto nuevos tipos de ondas gravitacionales. En nuestro catálogo de hallazgos había ya 300.000 nuevas galaxias. No podía irnos mejor.
Hasta que en 2024 llegó el Instituto SETI y su búsqueda de vida extraterrestre.
El convenio que firmamos con SETI cambió nuestra forma de trabajar en dos aspectos: teníamos que colaborar con un equipo de científicos ajeno al MWA y no íbamos sólo a recibir y procesar señales, también íbamos a emitirlas.
Trabajar con gente diferente no suponía mayor problema, si no fuese porque su motivación —algo que notamos desde las primera toma de contacto— era más metafísica que científica. En ellos había una predisposición que distaba mucho de la actitud que solemos tener los astrofísicos más ‘ortodoxos’. Mientras que nosotros nos limitamos a observar, registrar y analizar, la suya es una búsqueda esperanzada, más cercana a la fe creyente que al escepticismo científico. They want to believe, los llamábamos con algo de sorna tras las reuniones, haciendo referencia al póster del agente Mulder en Expediente X.
Emitir señales tampoco planteaba, a priori, problema alguno. Técnicamente era perfectamente viable, pues una antena es una puerta de doble sentido: su capacidad para recibir es la misma que para emitir. Sin embargo, se planteaba la duda de qué estaríamos emitiendo. ¿De entre todos los mensajes posibles, cuál sería nuestro mensaje, nuestra palabra hacia otros seres inteligentes más allá de nuestra galaxia?
El problema lo había resuelto años atrás Carl Sagan, diseñando el Disco de Oro de las sondas Voyager: sonidos de la tierra y sus animales, música de diferentes culturas y mensajes de bienvenida de la humanidad. Años después, desde los telescopios de Puerto Rico se empezó a emitir el famoso ‘Mensaje de Arecibo’, una serie de datos binarios sobre los números, los elementos químicos básicos, la estructura del ADN, un gráfico del Sistema Solar y una figura humana.
Con la llegada del año 2000 las cosas cambiaron. Entre 1999 y 2013 se sucedieron las iniciativas para que cualquier adolescente, desde el PC de su dormitorio, pudiera mandar las palabras que quisiera al espacio exterior. Para la comunidad científica estaba claro: SETI se alejaba de la ciencia para convertirse en un proyecto de cultura pop, menos como Nature y más como la MTV.
En las negociaciones iniciales, El Dr. Langdale y yo expresamos reticencias a que nuestras arañas se empleasen para mandar vaya usted a saber qué mensajes hacia ahí afuera. Sin embargo, el apoyo financiero de SETI exigía que nos mantuviésemos al margen del contenido y de la estructura de los comunicados que se iban a emitir. Nuestro papel quedaba reducido al de operadores de las arañas, a meros mensajeros. Ese no es el motivo de esta renuncia, pero sí el de mi insubordinación, la que me llevó al acontecimiento que ha provocado esta carta.
Las transmisiones oficiales de SETI empezaron el mismo día que arrancó el convenio. Todos los días, ininterrumpidamente, se emitían mensajes de 94 segundos, en intervalos de dos horas. Se trataba de una serie de pitidos ininteligibles, como cualquier transmisión digital. Sin embargo, ni siquiera yo mismo, responsable de operar y monitorizar la transmisión, tenía acceso al algoritmo que descodificaba el mensaje. Para mí eran eso, pitidos.
Esa fue la frustración que me llevó a desobedecer. No justificaré aquí mi insubordinación; no es ese el motivo de esta carta, pero espero que comprendan que degradar a un científico exitoso a un simple papel de operador tiene consecuencias. Es cierto que nuestro cambio de rol —el mío especialmente— conllevaba primas económicas sustanciosas, pero somos científicos, no capitalistas, nos mueve conocer, no enriquecernos. Añadir unos billetes a la humillación, como si fuésemos las fulanas de SETI, solo agrava las cosas.
Antes de continuar, debo mencionar un aspecto acerca del diseño de las arañas: la posición del beamformer, el punto central en el que se concentra la señal para entrar y salir, es variable. Modificándolo desde el centro de control podemos variar la forma de la señal que emite la araña. Para evitar tecnicismos lo explicaré con una metáfora: cuando una antena emite, lo hace creando un campo electromagnético a su alrededor, una especie de burbuja. Alterando la posición del beamformer, provocamos que esa burbuja tome formas tridimensionales caprichosas: como una esfera, como un donut o como si a esa esfera le hubiésemos apretado el cinturón y formase un 8, por mencionar algunas. Algunas formas son idóneas para emitir en una sola dirección, otras emiten uniformemente en 360º y otras dividen la señal, enviándola simultáneamente en direcciones opuestas: hacia el cielo y hacia… el interior de la tierra. Yo mantenía el control de los beamformers.
Cada día a las 6:00h recibía un set de coordenadas junto al archivo digital de audio que había que transmitir. Mi rol era programar la inclinación de los beamformers para que todo el array apuntase a esas coordenadas, cargar el archivo que me indicasen y arrancar las transmisiones en la frecuencia de 160 kHz.
A pesar de no gustarme la deriva que había tomado el MWA, a pesar de no caerme bien el personal de SETI y a pesar de la humillación por mi reducción de rango, fui escrupulosamente diligente durante los primeros tres días de proyecto. El cuarto día empezó mi… ‘insubordinación’, la que llevó al acontecimiento más inesperado y traumático, el que me ha conducido a esta dimisión.
Era viernes por la noche y estaba solo en el Centro de Transmisión del MWA. El resto del equipo había ido a pasar el fin de semana a Perth; a esa hora estarían probablemente borrachos en algún pub. Yo, sin embargo seguía ahí, sólo, expuesto únicamente a la luz de mi flexo y al zumbido de todos los equipos que gestionan el centro. Estaba alargando la hora de volver a la residencia de módulos prefabricados del Observatorio adyacente, una instalación previa a nuestro Array, con las comodidades mínimas, media docena de habitaciones y algunas zonas comunes. En ese momento, mientras veía videos musicales de Youtube, sentí el impulso.
No soy capaz de explicar los motivos que me llevaron a romper mi disciplina profesional. Puede que fuese por resentimiento hacia la gente de SETI, o quizás se debiera a la frustración por quedarme todo un fin de semana solo en mitad de la nada. Qué más da, ocurrió y ya está. Brotó como un chillido cuando vamos solos en coche o como el bailoteo absurdo que hacemos cuando nadie nos mira.
Fue algo sencillo. Un click de mi ratón y todos los beamformers modificaron su orientación como en una coreografía militar china. En 10 segundos, las arañas del radiotelescopio orientadas a M15 habían dividido su haz en dos. La mitad de la potencia se dirigía a la constelación de Pegaso y la otra mitad al interior de la Tierra.
Podría haberme arrepentido al instante, pero no sentí ni un ápice de culpa. Más bien satisfacción. Si esos mequetrefes querían que mandase su maldita señal lo haría, pero sólo la mitad. La otra mitad se la comerían ellos con patatas.
Mi euforia rebelde duró apenas unos instantes. Siete segundos después se activó la alerta de detección de señal anómala. Me asusté y devolví, al instante, los beamformers a su posición original, tratando de revertir mi travesura, pero no pude evitar que el sistema registrase esa transmisión inesperada.
Todo indicaba que la señal que había mandado desde nuestras arañas hacia el manto terrestre había rebotado, amplificada debido alguna capa geológica de alta densidad, quizás metálica, puede que magnética. Eso habría hecho que los sistemas la reconociesen como ajena a nuestras emisiones y saltase la alarma.
Un evento así se comparte de forma automática con centros de investigación de todo el mundo. Por una insensatez como esa podía perder mi empleo. Sentí vergüenza al instante, así que decidí suspender el proceso que distribuía la señal a la red de astrofísicos, marcándola como “anomalía instrumental”. Fue tal el bochorno que hasta me sonrojé. ¿Cómo había sido capaz de tal chiquillada?
El archivo de audio recibido se había guardado automáticamente en la carpeta “Análisis de señales atípicas”. No quería dejar rastro de lo que había hecho, así que descargué una copia a mi escritorio y borré el original. Al hacerlo, me di cuenta de algo extraño:
El archivo original, el que me ordenaron transmitir, pesaba 58kb. Sin embargo, el que había recibido rebotado pesaba 97kb. Atribuí la diferencia a la distorsión que podría haber sufrido la señal, pero esa explicación no me dejó tranquilo. Algo no cuadraba. El tamaño del fichero podía verse alterado por incremento en el ancho de banda de la señal, pero una señal rebotada normalmente perdía amplitud, no la ganaba. Sólo una señal de más duración podría explicar esa diferencia de kilobytes.
Decidí abrir ambos ficheros con un visualizador de onda, para comparar las dos señales. Al verlas, se me heló la sangre: la señal emitida y la recibida no eran la misma. Ni siquiera se parecían. No las descodifiqué, pues el algoritmo que empleaba SETI era materia reservada, pero sí podía ver que se trataba de dos mensajes completamente distintos. El primero, el que salió de las arañas, incrementaba su tono progresivamente y tenía picos regulares, cada tres segundos, más o menos. La otra señal, la que llegó de vuelta a las arañas, se dibujaba como una serie de oscilaciones mucho más suaves, sin apenas regularidad, como si fuese un fragmento de algo mucho más largo.
Lo que había llegado del interior de la tierra no era lo mismo que había emitido siete segundos antes, ni en duración ni en contenido. Eran dos mensajes distintos.
Me temblaba el pulso. Sentí la tentación de borrar el archivo de 97 kb como el niño que se deshace de los trozos del jarrón que acaba de romper, con la esperanza de que sus padres no noten su ausencia. Cerré mi portátil y me marché a casa, tratando de convencerme de que no había pasado nada, pero mi smartwatch me delataba: mi ritmo cardíaco estaba a 145 pulsaciones.
Me tranquilizaba pensar que al día siguiente no habría nadie en el Centro de Control. Ese sábado no tenía obligación de estar; todo mi trabajo se podía hacer en remoto, y así empecé la jornada. Sin embargo, sabía que no iba a descansar. Mi cerebro no podía olvidar lo que había pasado la noche anterior y la incógnita acerca de esa señal me tenía consumido. A las nueve de la noche decidí subir a la camioneta y volver al MWA, sin saber muy bien qué hacer allí, pero sintiendo que no podía quedarme de brazos cruzados en la residencia.
Llegué al centro de control apenas unos minutos antes de la transmisión de las 22h, la que había manipulado el día anterior. Tenía claro que no iba a alterar nada, pero eso no impidió sentir un temor expectante. La señal empezó a emitirse sin dificultad, de nuevo en 160 kHz. con los beamformers perfectamente orientados. Pasó un segundo, dos, tres… Y al séptimo… Nada.
Respiré aliviado, pero dentro mío habitaba una pequeña decepción. Tenía la esperanza de recibir otro mensaje, también diferente de las transmisiones originales, y que eso desviase mi culpa a algún fenómeno ajeno a mi pequeña insubordinación. Y, de nuevo, la rebeldía empezó a crecer en mí. Sentía la necesidad de cometer otra travesura.
Sin apenas pensarlo, busqué en mi disco duro el primer archivo de audio que pudiese encontrar. Mejor aún, la última canción que hubiese sonado en mi viejo iPod. Arrastré el fichero a la carpeta del servidor, volví a cambiar el patrón de los Beamformers y activé la transmisión, enviando ‘Live Forever’, de Oasis al doble cúmulo de Perseo y a algún lugar cercano al nucleo terrestre, simultáneamente.
Temiendo que volviese de vuelta, mantuve la transmisión uno, dos tres, cuatro segundos…. hasta siete. Y de nuevo, nada ocurrió. La interrumpí y la etiqueté, de nuevo, como “anomalía instrumental”, sabiendo que me costaría responder a algunas preguntas incómodas.
Decidí que lo mejor era volver a mi módulo y ponerme alguna película que me distrajese. Apagué las luces de la sala y fui a cerrar mi portátil cuando me asaltó la duda: ¿Qué forma tendría la onda de la canción que acababa de trasmitir? Arrastré el archivo de Oasis al editor de audio y en un instante se dibujó la forma de onda de toda la canción, con el inicio perfilado en oscilaciones suaves, sin apenas regula… ¡No, no podía ser! ¡Debía de estar alucinando!
Extraje, a toda velocidad y con el pulso tembloroso, el fichero con la señal que había recibido desde la corteza terrestre el día anterior y lo arrastré al reproductor de mp3. Y ahí estaba:
Maybe I just don't believe
Maybe you're the same as me
We see things they'll never see
You and I are gonna live for ever.
No podía ser verdad: el mensaje que llegó el viernes era el mismo que acababa de enviar en ese mismo instante, como si se hubiese dirigido al pasado. ¿Me estaría volviendo loco?
En un instante, pasaron por mi mente películas de científicos y tipos alejados del mundo que habían perdido la cabeza: John Nash en ‘Una mente maravillosa’, Sam Bell en Moon o el mismísimo Jack Torrance en El Resplandor. ¿Me estaba pasando lo mismo?
¡BEEP BEEP BEEP! La alerta de señal anómala saltó de nuevo. No era un sonido estridente, pero por poco me orino encima.
Sobrecogido y alterado, fui a interrumpir la recepción igual que había hecho el día anterior, pero me detuve. Fuese lo que fuese que estaba ocurriendo, me afectaba más que la idea de perder mi trabajo. Decidí esperar a que terminase la transmisión.
Veinticinco, veintiseis y… silencio. En total 27’ de transmisión captada con un ancho de banda poco común para las bajas frecuencias ¿Sería la canción de Oasis? No lo parecía. De hecho, este era un archivo codificado. Reproducirlo como si fuese un audio sólo arrojaba pitidos chirriantes. Inmediatamente lo comparé con los tamaños de los últimos transmitidos por SETI, pero era mucho mayor en tamaño: 257kb. ¿Sería otro fichero que viajaba desde el futuro? Y si era así, ¿quién lo habría enviado? Lo más lógico, si se mantenía el patrón de la canción de Oasis, es que hubiese sido yo mismo, así que pensé ¿Qué podría yo mandarme a mi mismo mañana que me estuviese llegando un día antes? Una canción no era y dudé que fuese video, pues habría sido algo con más Kbs. ¿Sería alguna fórmula matemática o alguna expresión que explicase el fenómeno?
Probé a abrir el audio con Matlab, pero nada. El programa arrojó un error de apertura. Entonces caí en la cuenta: ¿Y si era una simple fotografía? Por el tamaño, tenía todo el sentido. Abrí Metasynth, el software que empleamos para codificar-decodificar imagenes en sonido, y forcé el databending. Poco a poco empezó a dibujarse, en un barrido de arriba a abajo y con varios glitches, comunes en transmisiones digitales de baja frecuencia. Tardó apenas seis segundos; me parecieron una eternidad. Cuando iba por la mitad, empecé a reconocer lo que contenía la fotografía. Mis temblores se convirtieron en convulsiones y la alarma de altas pulsaciones volvió a sonar.
La fotografía mostraba a un hombre joven, de unos 30 años, sonriendo mientras sostenía un iPad con la portada de un periódico frente a la cámara. A pesar de los glitches, que distorsionaban algunas lineas de la imagen, era evidente que ese joven era yo, en la cocina de la residencia. En la pantalla de la tableta aparecía la portada del New York Times. No se alcanzaba a leer la fecha, pero mostraba lo que parecía una columna de tanques avanzando por una autopista y un titular: ”Russia Blitzes Estonia: Massive Tank Columns Push Deep into the Country”.
Saqué mi móvil del bolsillo tan rápido como pude y tecleé nyt.com para averiguar si se trataba de una noticia actual. La web cargó al instante. El titular hacía referencia a las elecciones presidenciales de USA. Al lado, en un cuerpo de letra algo más pequeño, una noticia rezaba: "Tensions Mount on the Russia-Estonia Border”. Había clima pre-guerra pero, en ese preciso instante, no parecía que Rusia hubiese invadido aún Estonia.
¿Qué significaba ese mensaje? ¿Era una señal? Y si así era, ¿quién la mandaba y qué quería de mí? Por un instante, imaginé a mis compañeros riendo a carcajadas en algún antro de Perth mientras comentaban la broma. Descarté esa posibilidad rápidamente. Podrían haber falseado mi fotografía e incluso podrían, en remoto, haber iniciado la transmisión (saltándose algunos protocolos, claro), pero no tenían forma de saber que yo estaba mandando un fragmento de una canción de Oasis.
Necesitaba pensar, que me diese el aire. Decidí dejar la camioneta en el MWA y recorrer los cinco kilómetros que lo separaban de la residencia andando. La luna estaba en fase menguante y no entregaba mucha luz, pero el cielo estaba despejado hasta el punto de que se veía, sin apenas esfuerzo, el cinturón de la Vía Láctea. Con eso y una linterna sería suficiente.
Dedicaría el trayecto a analizar lo que estaba sucediendo, con una actitud lo más lógica y científica posible. Me autoimpuse no entrar a mi módulo hasta que no hubiese 1. evaluado todas las posibilidades, 2. decidido una como la más plausible y 3. establecido un plan de acción. Según mis cálculos, tenía algo menos de una hora para hacerlo.
Mi aproximación al fenómeno fue desde sus posibles causas: humanas, técnicas, naturales o —porqué no descartarlo— atribuibles a alguna forma de inteligencia que no conocemos. Los sistemas del MWA están diseñados para que quien esté en el centro de control tenga poder, prioridad y visibilidad sobre todo lo que ocurre, lo que se recibe y lo que se transmite desde nuestras antenas; tanto el software como la topología de red los habíamos definido el equipo fundacional. Nadie, ni siquiera los caza-ovnis de SETI, podía intervenir sin que yo lo supiera. El factor técnico y el humano estaban descartados antes de que hubiese concluido mi primer kilómetro.
Era evidente que las “señales anómalas” empezaron a llegar en el momento en que redirijí los beamformers, proyectando parte de la señal hacia el interior de la Tierra. Mis conocimientos de geomagnetismo son limitados, pero suficientes para comprender cómo un acuífero salino, un estrato de cobre o incluso algún depósito de magnetita podrían recibir ondas de radio y rebotarlas distorsionadas. Si eso ocurriese, las arañas recibirían, en segundos, algo deteriorado, pero similar a la transmisión original. Podría darse el caso —la probabilidad es bajísima, pero no cero— de que la señal enviada se quedase bloqueada en el interior del manto como si fuese una bola en un pinball, volviendo a la superficie segundos después. Eso explicaría que recibiésemos un mensaje “del pasado”, pero no uno del futuro. Ni mis conocimientos de física teórica ni mi doctorado en plasmas me daban siquiera un hilo del que tirar para explicar algo así. Las explicación por causas naturales me llevaba a un callejón sin salida.
Quedaba por analizar la última posibilidad: que alguna forma de inteligencia no humana y con capacidades tecnológicas avanzadas, estuviese interviniendo en el fenómeno. Y de ser así, ¿dónde estaba esa forma de vida? ¿En las profundidades del planeta? En ese momento me acordé de “Viaje al centro de la tierra” y de los relatos de ciencia ficción que mi padre me leía por las noches, antes de dormir. Verne y Asimov eran sus favoritos. A pesar de lo torpe que fue como padre, guardo un recuerdo tierno de aquellos momentos.
Al instante, volví a pensar en los peliculeros del SETI. Si se cumpliese la cuarta vía, estarían pletóricos, encantados de conocerse a si mismos, aunque tendrían que quitar la E de extraterrestrial de su nombre. La ocurrencia me provocó una carcajada liberadora. Nunca los vi verdaderamente interesados en las formas de vida inteligente, de estarlo ¿no deberían acaso entusiasmarse con los delfines, los lobos o las cacatúas? Pensé en sus valedores, en esos patronos y patrocinadores —todos magnates disfrazados de filántropos— topándose con una especie capaz de anticipar el futuro. En cuestión de semanas estarían urdiendo un plan para robarles a esas criaturas su tecnología y después deshacerse de ellos.
Empezaba a comprender algo: abordar el fenómeno desde sus posibles causas era un error, un laberinto sin salida. Tenía mucho más sentido hacerlo desde sus consecuencias.
Al llegar a la residencia me serví un dedito de whisky de una botella que compartíamos los investigadores residentes. Me lo bebí el en porche, mientras contemplaba el firmamento. Una sensación de paz profunda fue apoderándose de mí progresivamente; templó mi cuerpo, calmó mis miedos y acabó serenando mi corazón.
Mi plan estaba trazado.
El domingo me levanté sin despertador. Era día de descanso, algo que al equipo de SETI le había costado aceptar, como si los aliens no necesitasen descansar de sus señales. Ese día, sin embargo, tenía algunas cosas que hacer, las últimas en el Murchison Widefield Array, las últimas como científico.
Desayuné sin ninguna prisa: huevos revueltos con salchichas, acompañados de unas tortitas y sirope. Para beber, un café largo, hecho en la cafetera de émbolo y un vaso de agua bien frío. Mientras apuraba los últimos sorbos de café, encendí mi iPad y abrí la web del New York Times. Allí estaba la noticia de portada:
”Russia Blitzes Estonia: Massive Tank Columns Push Deep into the Country”
No sentí sorpresa, sino alivio y una certeza serena. Sabía lo que tenía que hacer. Me terminé el café, recogí la mesa y coloqué mi teléfono móvil en una superficie estable, con la cámara apuntando hacia mí. Tomé la tablet con una mano y con la otra pulsé el disparo retardado. 3, 2, 1 ¡Ya la tenía!
Podía retransmitir la imagen desde mi portátil, en conexión remota con el centro de control, pero decidí hacer una visita a las arañas, la última. Además, había dejado allí la camioneta. Metí mis cosas en la mochila y tomé una de las bicicletas de uso compartido que teníamos allí. En apenas quince minutos había llegado al MWA.
Mandé el retrato de mi móvil al ordenador por bluetooth. Y de ahí a la carpeta de transmisiones. Activé las baterías, giré los beamformers y ejecuté la orden de transmitir en la frecuencia de 160 kHz. Mi última transmisión.
Recogí algunos enseres personales que tenía en mi escritorio: un buda de peluche, una foto con mis hermanas en la casa familiar de Matsue y la pluma que me regaló mi padre cuando me doctoré. Pero no desconecté el ordenador. Sabía que tenía que esperar a que llegase una señal más. No tardó en hacerlo. Descargué el audio para desmodularlo con Matlab y ver de qué se trataba, pero algo dentro de mí sabía lo que contenía. Podría decir que fue una intuición, pero era más que eso, era certeza.
Esta vez no borré la señal de la carpeta ni la marqué como “anomalía instrumental”. Dejé que se propagase por toda la MWA Collaboration Network como “señal confirmada - fuente desconocida”, para que físicos y astrónomos de todo el mundo pudierais descargarla.
Si lees este texto, eres uno de esos científicos. Al ver que contenía datos binarios, habrás descodificado la señal y la habrás abierto como fichero de texto plano. Ahora mismo estás leyendo ese texto, sorprendido, dudando de si será una broma y preguntándote por mis motivos.
No es una broma. Todo lo que he contado en esta carta es real. Igual que es real mi renuncia. De hecho, mi hallazgo, la gruta a la que me he asomado, contiene el peligro más serio que puede concebir la humanidad: liberar una fuerza capaz de destruirnos antes siquiera de que podamos comprenderla.
Crecí en una cultura que aprendió a respetar los fenómenos que no puede controlar. Mi país ha convivido con terremotos y tsunamis desde el inicio de los tiempos. Hace milenios que entendimos nuestro papel ante esas fuerzas superiores a nosotros, también provenientes del interior de la tierra. Estudio y entendimiento, humildad y temor, distancia y contemplación.
Matsue, la ciudad de mi familia, está a dos horas de Hiroshima. Allí mis abuelos conocieron la mayor fuerza destructora que ha contemplado la humanidad. Aquel fue un monstruo al que científicos como nosotros decidieron acercarse más de lo debido, sin saber cuándo parar.
He contemplado a otro monstruo, ¿debería acercarme a él? ¿Hasta dónde está justificada nuestra curiosidad?
¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora? ¿Vendrán otros después de mí? Me asaltan incontables preguntas, pero me mantiene sereno una certeza: abracé la astronomía para contemplar y entender la belleza de la Creación, no para interferir en ella.
Estaré siempre agradecido a mi mentor y amigo, el Dr. Langdale, por haberme invitado a contemplar junto a él.
Mi camino termina aquí. Dejo el observatorio y la ciencia para no volver.
Esta carta te llega el domingo 25 de agosto de 2024, aunque para entonces aún no habrá sido escrita ni transmitida. Te preguntarás si, tras recibirla, la escribiré. Yo también me lo pregunto.
Robert K. Ohashi, PhD